jueves, 15 de marzo de 2012

La cordura

Quise hablar de esto antes de que me olvide lo que quería decir -el proceso de evaporación de ideas es incesante e inclemente- y lo que degustaba anoche leyendo a Cortázar, más o menos digerido, vuelve en este regurgitar, que intento sentado en la mesa del comedor, acompañado de mis hijos menores que se han levantado hace un rato, con la inercia del horario del colegio al cual hoy no asisten por que el incansable San Pedro decidió apuntarle al corazón de Edith, la portera.

Mientras ellos dibujan o afilan lápices o alimentan al gato del que me tienta enviudar porque está calmando sus ansias infantiles lastimando con sus uñas algunos sillones maltrechos pero sin recambio a la vista, tomo un mate cada tanto, con cierto temor de que la vorágine del día me arranque de la silla antes de llegar a desagotar las ideas y palabras que merodean por ahí, sabiendo ellas que no hay lugar para todas en lo que dejo por escrito y entonces se arremolinan diciendo yo yo yo como -y es real la metáfora- la vida se les fuera en salir en esta foto.

Leí un rato largo anoche, especialmente atraído por el tema del capítulo en cuestión, donde Don Julio -ya casi me siento un conocido- habla de la cordura, de los locos, los piantados y los idos. Hace una disección del término, cuenta un par de anécdotas, plantea una distinción entre locos y piantados, y una crítica a los cuerdos con la que con perdón de la rima, concuerdo.

La cordura. Que virtud nefasta. Imaginemos un mundo poblado de gente cuerda. Todo en orden, todo a tiempo, todo como es debido. Ni muy frio ni muy caliente, justo de sal. Donde todo parezca predecible. El paraíso de la rutina. Plan, ejecución, resultado. En un mundo de cuerdos, Cristóbal Colón no hubiera venido a América. Las pirámides y la esfinge y el partenón y la acrópolis no hubieran sido construidas. Y de ahí para acá, anda y seguí tachando, que de la historia universal solo nos quedarían las grandes obras de los cuerdos: las guerras.

El arte en general, o la expresión creativa, para hacerlo más general y menos estricto, no son de los cuerdos. Los cuerdos pueden ver y mirar y oír y escuchar y leer y apreciar sinceramente, pero hace falta una pizca de locura al menos para hacer algo innecesario, o mejor dicho, convertir en necesario para el creador materializar y hacer existente algo que, de no haber, no sería echado de menos por nadie más que por él.

Aquí estoy yo, parte de este ecosistema virtual. Tómenlo como un elogio, el solo hecho de que estén por aquí, viendo y tratando de entender que bicho me pico hoy, los devalúa en "el cuerdómetro", y si de casualidad comparten la afición por escribir el autoelogio los abarca: la devaluación está descontada, como tituló Clarín citando a Duhalde, haciéndose el inocente que no sabe que se beneficiará en forma dramática de ese hecho.

Me resisto a creer que la vida sea nacer, crecer, reproducirse y morir. También me resisto a creer que la vida sea nacer, estudiar, trabajar, acumular, jubilarse, gastar y morir. Este mísero argumento me aterra. Por favor, necesito algo más que la combinación de esas dos listas de verbos.

No soy el primero en pensar así, ni el último. Milito en La Resistencia, por definición. Sea cual sea la corriente, la moda, la tendencia, tan pronto la detecto me resisto, solo por resistir. Quizás este siguiendo, sin saberlo, la moda de resistir, pero en este caso mas que un seguidor o un adherente soy un partícipe.

Hace miles y miles de años, ya existían el vino y la cerveza. Es indudable la necesidad del género humano de "descuerdarse", porque es demasiada casualidad que todas las etnias, desparramadas e inconexas en el globo terráqueo, coincidan en el hallazgo de fermentar vegetales para obtener alcohol y en la costumbre de celebrar fiestas y –usando una expresión de los cuerdos- cometer excesos.

Me viene a la cabeza Tiempos Modernos, de Chaplin. ¿Cine infantil?. Hay una escena ¿graciosa? en la que se ve a un grupo de gente que pugna afanosa por entrar (me permito distraerme comparando esa imagen con lo que decía sobre las ideas y las palabras y este texto y vuelvo) decía gente que se esfuerza por entrar en la boca del subterráneo para llegar a tiempo a un empleo y en un instante se convierten en ovejas y JA, JA, JA, ahora esta era la imagen graciosa, y aquí tenemos la vida de los cuerdos, o mejor dicho, la vida que los cuerdos que gobiernan nos proponen, y entonces que alguien ayer a la tarde haya decidido dejarse caer debajo de un tren en la estación Ángel Gallardo no es tan incomprensible, y me da mucha más lastima que la suerte de esta señora escuchar a un montón de gente cuerda renegar de la inoportunidad de los débiles, preguntando a qué hora se normaliza el servicio y refunfuñando porque ahora no saben cómo llegar a destino.

Tenía en algún tiempo un amigo de la calle, de quien aprendí la frase “Los niños y los locos son los únicos que dicen la verdad, por eso a los locos se los encierra y a los niños se los educa”. La repetía con cualquier pretexto, en esa época en que valorábamos la locura y la creatividad pero creíamos necesarios los atajos. Yo creo hoy que la locura infantil es la condición natural del género humano, el resto es lastre, y comienzo a sospechar o darme cuenta del porque de la especial conexión de los abuelos con los nietos, esa capacidad de postergar la cordura y sus urgencias y entregarse a los juegos y los dislates, y si nos lleva una vida descartar todo lo que nos explicaron y pusieron en la mochila los catequistas y los maestros y los jefes y los gurúes, que bueno es darse cuenta a tiempo, o por lo menos, antes de haberlo perdido del todo.

No creo que mis palabras tengan tanta repercusión como la frase que cité. Me gusta repetir y decirme a mí mismo también “El problema no es estar loco, el problema es que no te encierren”. Acuñé la expresión en honor a no-importa-quien y la difundo convencido, mientras miro por la ventana a “el terror del parrillero”, que no es otro que el garófalo, un animal con cuerpo de ballena y cinco millones de alas del tamaño de las de las abejas, que merodea las parrillas y con su cola que termina en punta roba carne cuando el asador se distrae, fábula que inicialmente creé para mi hijo varón y finalmente construí, porque si el movimiento se demuestra andando, la locura debe demostrarse de algún modo también.


Bueno, creo que lo logré. No sé cuál de las ideas previas quedó en el tintero, y alguna que otra se coló por ahí. Casi dos horas después terminó de hacer lo que quería, escribir, no me animo a decir escribir lo que quería por razones obvias que por las dudas aclaro: no recuerdo que quería escribir. Dos horas menos buscando un nuevo empleo (si me dicen irresponsable agradeceré el elogio), dos horas permitiendo que los peques hagan y deshagan sobre la mesa que compartimos que por suerte es grande, donde quedaron -corro la tapa de la notebook para empezar a dar la lista y me saluda el desánimo- aparte del mate y el termo, marcadores, plasticola, cinta scotch, dos tijeras, una caja de zapatos que guarda lápices, un tubo de papas Lays que guardará nuevamente los marcadores cuando los levante de la misma mesa y algún otro lugar de la casa, un pote con plastilinas, un juego de imanes mío con el que juegan ellos (hay alguna menos de las 216 esferas imantadas iniciales), un aparatito para perforar hojas con forma de pisada de perro, un cuaderno de uso múltiple, la caja de una película, el trapito que usa Mía para dormir, una tempera vacía, la caja de otra película que están viendo ahora, servilletas de papel, la lista de compras para el supermercado y una birome, otra tijera más, un par de libros de pintar (que ya no sé si los había nombrado) y creo que basta ya, si falta algo fue sin intención.

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