viernes, 24 de febrero de 2012

El País de las Muertes Boludas

Curiosa costumbre la de la gente de este país, de morirse antes de tiempo y sin necesidad. Necesidad no, necedad si, y mucha, y de la buena. Nos hemos acostumbrado a ver muertos a nuestro alrededor, de las maneras más absurdas posibles.

Empezando por el final, el incidente ferroviario de hace unos días. Digo incidente y no accidente, porque el accidente presupone una cosa fortuita, imprevisible. Muchos de los mal llamados accidentes son en realidad consecuencias lógicas. Nos empeñamos en apostar al azar, a que lo improbable se convierta en imposible, y cada tanto la estadística nos demuestra que correr un riesgo mínimo, digamos del 1%, significa que a la larga 99 veces las cosas salen bien, y cuando se da la centésima, proclamamos como si fuéramos impunes: ¡que mala suerte!.

Que mala suerte, sobrepasar un auto a 160km/h justo cuando por el carril contrario viene otro que no parecía que venía tan rápido como nosotros. Que mala suerte, que el nene encontró la pistola del papá justo el día que el papá la dejo cargada. Que mala suerte, que alguien celebro año nuevo disparando al aire y a 2 kilómetros de ahí alguien empezó el año velando un bebé con una bala en la cabeza. Que mala suerte los motoqueros, que pensaron que 5 centímetros son un margen seguro a 80km/h. Que mala suerte, que se produzca un cortocircuito porque un cable de 1/2 mm2 no soporto un consumo de 3000 watts y se produjo un incendio.

Debe ser mala suerte también, que el chofer de un colectivo desconozca el principio de la física que establece que el mismo espacio no puede ser ocupado por dos cosas distintas al mismo tiempo, decida ignorar la barrera a medio bajar e intentar cruzar la vía justo cuando el tren esté pasando por ahí. Al margen, algunos otros decidieron ignorar primero que la barrera no funcionaba correctamente, y otros cuantos –especialmente las autoridades de control- aun ignoran que los dueños de los colectivos imponen a sus empleados exigencias horarias imposibles de satisfacer respetando las normas de tránsito.

Así las cosas, estos ejemplos anteriores cada tanto nos regalan un “cuando te toca te toca” por parte de los corteses y un “algún día le iba a pasar” por parte de los realistas, alguien lo justificará con un “murió en la suya” y alguno dirá “no lo puedo creer” para no quedarse callado.

No sé si la cultura de la muerte está tan arraigada entre nosotros de abajo hacia arriba o de arriba hacia abajo, o quizás sea tan universal –transversal se dice ahora- como nuestro destino común de alimentar gusanos. Del modo que fuera, así como consentimos los episodios individuales, permitimos por parte de quienes nos dirigen el ejercicio de la irresponsabilidad, en el sentido de que todos parecen serios y circunspectos y solícitos ante los incidentes múltiples, pero nunca aparece un responsable cuya cabeza pueda ser cortada, o su trasero amortizado a puntapiés.

Hace unos años se incendió Cromagnon. 200 promesas rotas. La lectura simplista dice que el local estaba sobrepasado de gente, como es habitual ante la tolerancia tarifada de quienes deben verificar que eso no ocurra. Que en el local había instalaciones que no debería haber habido, que se tiraban fuegos de artificio que no debiera haber habido. Que no había o no funcionaban las luces de emergencia. Este hecho, además de los jóvenes muertos, le costó la intendencia al inútil de turno, le costó un poco de cárcel al dueño del local, y poco más que eso es lo que los responsables pagaron por 200 vidas. Si los inspectores coimeros y el intendente tolerante de los arraigados usos y costumbres municipales hubieran ido presos, no pulularían como lo hacen hoy los locales que se alquilan para “fiestas privadas”, que quedan fuera del control comunal, donde un entrepiso colapsa y aplasta a los de abajo.

Decía que el reparto de responsabilidades de Cromagnon presenta una lectura simplista. Esto ocurrió en el año 2000. En el año 1992, en Olivos, se incendió la discoteca Kheivis Key, con un saldo de 17 personas muertas por no poder salir, y ningún responsable de nada, salvo un adolescente que derramo una bebida alcohólica sobre un sofá. Mi teorema es que si el dueño de ese lugar y los inspectores de ese lugar hubieran ido presos, el dueño y los inspectores de Cromagnon hubieran sido menos negligentes, y no hubiera ocurrido lo que ocurrió años después.

Se me ponen los pelos de punta, cuando recuerdo de chico pasar por la avenida Constitución en Mar del Plata, donde había un local prácticamente bajo tierra. Vi en el año 1987, en San Miguel (General Lemos para ser más exactos) el incendio de un boliche en construcción, también una trampa escarbada en la tierra, con techo de paja, que afortunadamente se prendió fuego antes del estreno y sin dejar víctimas entre los imprudentes obreros que preparaban su asadito del mediodía.

Hace unos años frecuentaba Santa Rosa, por motivos de trabajo. Habitualmente me alojaba en el hotel Calfucurá, que presume de ser de 4 estrellas, lo que atribuyo a algún borracho que ve doble, porque 2 estrellas le quedarían mejor. El caso es que me tocó presenciar como un turista norteamericano –colectivo al que no desprecio en forma individual- preguntaba en un difícil español por la salida de emergencia, que no podía localizar, y los socarrones comentarios y silenciosas sonrisas en la recepción del hotel, luego de explicarle que no había tal cosa. Al fin y al cabo, si se incendia el hotel y no puede salir, vaya a la terraza, que si se muere ahí está más cerca del cielo.

Vuelvo al tren. Ahora están averiguando si el maquinista entro rápido por distracción, si fallaron los frenos, si fue un desperfecto mecánico. ¿Y?. Me permito aportar algunas sugerencias. Renueven las vías. Renueven el material rodante. Cambien el sistema de control de las formaciones. En una época en que los aviones vuelan solos, con un poco de informática, los trenes deberían saber cuándo deben frenar y a qué velocidad circular en cada sector, y el conductor debería ser liberado de las funciones automatizables. Acá no se trata de que por una combinación de factores imprevisible chocaron 2 trenes, se trata de la lógica consecuencia de combinar tecnología obsoleta con vías en mal estado, y de entregarle el negocio a algunos amigos del poder sin endosarles la responsabilidad. ¿O alguien va a ir preso?. ¿O alguien va a pagar de su bolsillo?.

Hace unos años, tuvimos el incidente de LAPA. Un comandante de avión y su tripulación que intentan despegar desoyendo una estridente alarma. 67 muertos. Ahora no sabemos si el piloto era irresponsable o estaban acostumbrados a manejar aviones con alarmas encendidas. En el informe de la JURCA se mencionaban una serie de inconductas y defectos de procedimiento por parte de la tripulación. Como al pasar, menciona que en la cabina algunos tripulantes compartieron un cigarrillo. Viendo lo que paso poco después, un escalofrío me recorre la espalda y la duda subsiste. Lo cierto es que no fue culpa de nadie. Vi la película Whisky Romeo Zulú, lapidaria, pero nadie le hizo juicio al director, y vi al inmutable Neustadt defendiendo al empresario, y como diría el tío Bernardo, ¿lo dejamos ahí?

Salvo unas pocas excepciones, las rutas tienen hoy el mismo ancho que hace cincuenta años, cuando los camiones eran lentos y pequeños y los autos ya alcanzaban los 120 km/h. Había muchos autos menos circulando, muchos camiones menos y las maniobras de sobrepaso eran relajadas. Hoy tenemos moles con acoplado que van a 100km/h, ómnibus que ocupan el 90% del ancho del carril (con lo que se cruzan entre sí a un brazo de distancia), y millones de autos mas. Es cierto que somos un país de conductores imprudentes, pero las técnicas de control del estado no privilegian la seguridad sino la recaudación.

En tiempos de GPS y seguimiento satelital, no han logrado instrumentar un mecanismo que verifique en forma inmediata la velocidad a la que se desplazan camiones, ómnibus y colectivos, entonces un micro que viene de Corrientes Capital a Buenos Aires con una velocidad máxima autorizada de 90km/h recorre 1000km en 10horas, y si el promedio es mayor que la máxima autorizada, la máxima real debe ser superior aun. Mi hermana me refirió, en un viaje de Buenos Aires a Santa Clara del Mar, que el chofer del micro desoía sus pedidos de circular a la velocidad reglamentaria y sus compañeros de viaje la hostigaban invitándola al silencio con tal de llegar más rápido.

En mi penúltimo viaje a la costa, llevamos el detalle de los radares ubicados sobre la autovía 2 y la ruta 11. Solo uno, de una docena de radares, está ubicado en un lugar donde rige la velocidad máxima de 120km/h, el resto esta desparramado en lugares donde la velocidad máxima está restringida a 60km/h y 80km/h; porque el propósito no es evitar que vayas a 180km/h donde podes ir a 120km/h sino que no pases a 70km/h en vez de 60km/h el cruce de la ruta con un camino vecinal por el que no viene nadie. Entonces, cuando un par de años después vas a vender el auto o renovar el registro te aparece una multa de la que ni te enteraste, que ya fue a juicio -tampoco te enteraste- y tuvo sentencia y entonces con los intereses debes una pequeña fortuna.

El otro chiste, es el de las luces bajas encendidas. Es una excelente medida de seguridad. Ver que viene algo de frente con 2 kilómetros de anticipación ciertamente ayuda a evitar accidentes. Es común olvidarse de encender las luces apenas se sale de una estación de servicio donde cargamos combustible. ¿Y dónde estará el control policial o municipal, presto a aplicar una multa o “aceptar” una colaboración económica?. Obvio, está por ahí nomas. Y si no, ponemos un control sobre la ruta 210, en una zona donde la ruta se hace urbana, con semáforos cada 400 metros. Para el que no conoce, eso no es una ruta sino una avenida, pero no importa, a pagar lo que acuerdes con el policía de tránsito o $900 para una municipalidad.

Recuerdo la marcha del Mundial'78. ¡25 millones de argentinos, jugaremos el mundial!, y hoy somos mas de 40 millones, así que, para que nos vamos a preocupar por unos cuantos muertos antes de tiempo, si total tenemos argentinos para tirar al techo.

domingo, 19 de febrero de 2012

Guillermo

El agua se llevó todo,
y el viento se llevó lo que quedaba.

Salió el cero en los dados,
un comodín negro en la baraja,
y la perinola mintió pierde uno,
como si no supiéramos que todos.

A tanta certeza,
le sobreviven algunas dudas,
el resto de algo en la botella,
y un par de secretos,
huerfános de tiempo y de confianza.

Gané un vacío al lado de los otros,
y una silla estúpída que mira ausente,
a este señor solo de vos,
presidir tu gente en una mesa rota.

martes, 7 de febrero de 2012

¿Y ahora qué?

Dame un mapa de tu amor.
Dame que quiero encontrar tu corazón.

La pregunta desnuda la duda, y la duda desviste el temor.

Confieso no sentirme preparado para lo que sigue. Quizás si lo esté, pero no lo siento así. Muchas veces he tenido el ánimo desprotegido, anduve deambulando medio atontado, esperando un cachetazo que me despierte, o que me duerma, y me permita descansar un rato de los fantasmas. Aun estoy vivo, y no podría decir que "me va mal", por lo que debo deducir que me haya sentido o no preparado, que lo haya estado o no, no han hecho mayor diferencia.

Esta sensación, la de no saber que viene, por un lado estimula, por otro lado asusta. Quizás el hecho de que esté lloviendo y no haya sol tenga que ver. Por algo, los antiguos adoraban al Sol, como dador de dones, como generador de vida. ¿Eran creencias primitivas, no?. Adorar al sol, el agua, la tierra. Después apareció otro que dijo "Todo esto lo invente yo" y allí nos fuimos, crédulos, como si el hacedor fuera más importante que la obra. El caso es que llueve, es un día gris, y una cierta tristeza se apodera de mí.

Tengo un día así. Debiera estar más o menos contento, pero no me sale aun. Si creyera que el dinero hace la felicidad, tendría el consuelo de una indemnización. Es cierto que calma los nervios. Puedo aguantar unos meses. Si consigo pronto un nuevo empleo, puedo capitalizar unos pesos, lo que no viene nada mal. Hay algunas cosas postergadas, por falta de presupuesto.

Miro el jardín. El agua lo revive. Los verdes se ven más limpios, y el mar de pinocha gana un color naranja. La grama finalmente está ganando donde faltaba cubrir, ya casi todo está verde, o parece verde desde aquí. Las orquídeas comienzan a florecer. En un par de semanas, o quizás un poco más, habré o habremos o le habremos pagado a alguien para que pinte lo que tenemos que pintar. Me falta colgar algún cuadro en su nueva ubicación, hay un par de adornos nuevos que quiero ubicar donde se luzcan. Los plantines de frambuesa parecen prosperar.

Curioso, pero confirmado. Una casa cada vez más personal y más linda, un jardín que gratifica. Se nota, tanto en la casa como en el jardín, el propósito de mejorar. Uno se pone un objetivo, traza un plan, lo ejecuta, ¡y funciona!. Si todo fuera tan sencillo. O al menos, tan inexorable. Como quisiera que no me martillen la cabeza los versos de Spinetta.

viernes, 3 de febrero de 2012

Picazón de manos

Decidí hace un rato darme un respiro a mí mismo, o de mí mismo, y dedicarme a lo que no es importante, desde el punto de vista del siglo XXI en el que estamos, desde el momento especial en que estoy –sin trabajo-, y por qué no, desde la precaria situación en la que se encuentra mi vida, tal como puede ser entendida por muchos, de cuarentón casi al borde, páter-familia, en plena crisis existencial, en gran parte autogenerada como escape a una situación de feliz normalidad que por momentos resulta apacible y cada tanto, precisamente por apacible, se hace insoportablemente adormecedora.

Abandoné la cama recién. Antes, poco antes, me acosté con un nuevo libro, ya que los que tengo en la mesa de luz no me están llamando la atención, quizás por llevar varios días –semanas tal vez- intentando o esperando su turno, y eso ha hecho que el ojo los incorpore y los devalúe. Entre ellos alguno del que dudo a pesar de que me vino recomendado, de una letra demasiado pequeña, que no sobrevive a la distancia que le impone la presbicia sin lentes, otro medio existencialista que no sé si estoy releyendo aún o ya dejando de releer y creo que también hay otro de Neruda, que le saqué a mi suegra junto con el anterior sin que ella lo sepa ni sospeche, que me gustó leer, sobre todo para darme cuenta de la inmensa distancia que hay entre mis torpes intentos –que yo leo con hipócrita indulgencia- y lo que podríamos decir poemas mayores, o poemas de un poeta mayor.

Avancé unas cuantas páginas de un libro que mencioné como tarea pendiente bien al principio de este blog: La vuelta al día en 80 mundos, de Julio Cortázar. No sé cuantas hojas llegué a leer, quizás una docena. Claro, como explicarlo, Perogrullo diría “Que pedazo de escritor”. Salvando el talento y probablemente la erudición, en ambos casos mayores en él que en mí, leo y digo no solo como me gusta, sino como me gustaría escribir así. Oraciones largas, ideas que van y vienen, salta de tema -en eso me parezco- pero luego vuelve y lo cierra magistralmente, o eso parece. Entonces, en pocas páginas ya habló de tantas cosas, que no voy a repetir, ni tratar de inventariar. Desde ya recomiendo el libro. Quizás cuando me adentre vea algo distinto, pero hasta ahora veo un libro que parece un blog, claro que escrito muchos años antes de Internet y sus opciones, la única referencia que puedo dar, sin ir a ver la fecha de edición, es que es posterior a Rayuela, porque la nombra. Es un poco autobiográfico, o mejor formulado, auto referenciado, habla de él o a partir de él o de cosas que supo o de cosas que conoció o escuchó o vivió, un título y un texto y otro título y otro texto, con citas y menciones, y el único hilo conductor entre las partes es el mismo Cortázar.

Delicioso, notables hallazgos, como la Nube Magritte o el método para desaparecer ciudades o el origen del nombre de un gato –Teodoro W. Adorno- y lo que importa hasta tanto encuentre una mejor interpretación no es lo que cuenta sino como lo cuenta, como elige las palabras y las frases y las combinaciones y uno –ese uno soy yo- lee rápido y con avidez, dándose plena cuenta de que si fuera más lento vería más detalles pero a pesar de ello no logra sacar el pie del acelerador y deja que la vista vaya deslizándose de palabra en palabra y de línea en línea y en el medio de ese trance me digo a mí mismo que el respiro que necesito es aún mayor, hace poco tiempo descubrí o redescubrí que puedo ponerme a escribir porque si, sin un planteo previo, sin una intención más trascendente que el mero acto de hablar por escrito, y si bien pude hacer un cuento y lo hice y pude pensar en otro cuento que luego se volvió novela (proyecto que no abandoné pero se me escabulló en algún pliegue del cerebro, en la parte que resuelve la voluntad, que no me hace acordar del tema ni desear acometer la obra), hago una autocrítica de mis últimas expresiones (casi digo creaciones, pero como todo esta creado, en realidad expresión me da una voz más fidedigna y publicación más exacta pero a la vez más fría) y creo que en muchos casos fue más importante la idea que la forma, y precisamente este intento es un respiro a eso: no sé cuál es la idea, lo que me propuse hacer es elegir una forma –que ojalá alguien piense es parecida a la de quien me inspira- y dejar que las ideas la invadan.

Acabo de releer. Tengo una mala costumbre con respecto a los acentos, tara que le agrega al acto de escribir la obligación de esta primera revisión, y en esa segunda recorrida además vemos palabras reiteradas, como si no pudiéramos usar un sinónimo o escribir la idea de otra forma, evitando la repetición, que no sé porque pero me suena a defecto. Esta relectura tiene además una consecuencia adicional, que es recordarme un poco de donde venía la cosa, o hacia donde la quería llevar, que son diferentes manifestaciones de la improvisación que dejo que me gane, lo que no sé tampoco si es bueno o es malo, supongo que es mejor que revise y corrija un poco, que acepte que esto –tal como está hasta ahora- es un gran borrador y debe ser pulido, en nombre del buen gusto y de la técnica, o por lo menos en una demostración de respeto hacia quienes tengan la suerte –en la versión neutra de la palabra- de encontrarse ante estas líneas.

¿Y qué tal si me voy a dormir? Hago mía la pregunta y pienso que no quiero, sé que en la cama me esperan tu compañía y un libro o la compañía del libro o la tuya o nada de eso, pero me ganó la pulseada este afán de escribir porque si y de esta manera, anárquica, caótica, desprolija, lo que digas pero auténtica, tratando de sacar de algún lado una metáfora o una anécdota o algo que premie a los pacientes o a los constantes. Creo que escribo casi como si estuviera respirando ahora, con la misma automaticidad, palabras y palabras que me recuerdan al boxeador del cuento, dan vueltas y vueltas y no tiran ningún golpe, te entretienen y adormecen, y cuando te das cuenta, se fue otro round.

Me empieza a ganar la desazón, la sensación de que no logré lo que quería cuando me senté. Tenía poco para decir, tenía poco pensado para decir ahora, y lo agoté. No hay acá un estilo que me salve, tampoco una idea, ni siquiera una cita. Voy y vengo, en la misma baldosa. Había una lista de posibilidades en el aire, como en los bailes de pueblo a temprana hora, todas las candidatas estaban ahí esperando el cabezazo que las invite, y mientras dimos la vuelta eligiendo con cual, se fueron desvaneciendo, y lo poco que quedó alcanzó apenas para esto. Que no es poco, porque le doy el valor del ejercicio. No tengo tema, últimamente no tengo tema, pero me picaban las manos de ganas de escribir.
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