lunes, 25 de junio de 2012

Milagro y vacío

Durante la noche de anoche soñé un poema, apenas dos versos, los primeros, y no tuve tiempo en ese instante de pronunciarlos, de hacerlos sonido, de regalarlos. Muchas veces me pasa, sino todas, que reconozco a primera vista un poema, que no es otra cosa que un instante hecho letras, reconozco en ese instante que la inspiración esta ahí, que ha hecho efecto, y sé que es sólo cuestión de tirar de la madeja, para que el resto salga solo, como un champagne al cual tan solo quitarle el corcho es suficiente para que la bebida se derrame, como un líquido a presión esperando desmadrarse.

Recuerdo apenas dos palabras. milagro y vacío, hacía un contrapunto, una comparación de metáforas, entre el milagro que se estaba produciendo en ese instante (si, ese milagro), y el vacío pendiente, que el milagro calla y posterga, pero no cubre.

la ilusión del milagro,
no niega el vacio posterior, (no, así no era)

la certeza del milagro,
disimula el vacío, (así tampoco)

Más lo intento, ya dos noches despues, y lo que tengo es un deja-vu, la sensación de ya haber escrito ese poema otras veces, y estoy ahora tratando de recordarlo, lembranca tambien de la situación en la cual estoy, dudando en descartar todo esto, o insistir en el camino esperando que vuelva a mí la letra que se me escapa, resignado a intentar parir unos versos similares a los que perdí, a base de técnica y transpiración, cuando lo que más enciende las luces de alarma no es el olvido de las palabras, sino el de la idea, que se me ha traspapelado.


El milagro de tus brazos generosos,
distrae la urgencia del vacío,
y alcanza una fugaz visión
para comprender el capricho de los días
que resisten el tiempo,
eternizando el epitafio, o postergando
el último exhalo de la sangre.



Podría haber sido así.
Podría impostar y decir que así era, pero no puedo afirmarlo.
No recuerdo como era, si hubiera sido exactamente así, no sé si lo reconocería.

jueves, 21 de junio de 2012

Elogio de la idiotez

Quisiera, como quisiera, 
tener la misma capacidad que Cortazar,
de encontrar la forma perfecta
de explicar algunas cosas. 



Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.

Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malisimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo.

Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforecente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.



Cortazar, claro.


PD: Yo ya sabia que era loco, y estaba algo orgulloso de ello, pero ademas soy idiota, soy tan idiota.
PD: El texto se titula: Hay que ser realmente idiota para... (Ensayo). (Gracias a Carlos por el dato)

miércoles, 20 de junio de 2012

Mi reino por un caballo

Me enfrento al espejo, y en una curiosa deformación del tiempo, no me veo tal como soy. Veo al mismo tiempo todas las personas que fui, con cierta añoranza, cierta nostalgia, de un pasado que acaba de terminar.  La tranquilidad de los puertos conocidos se me ofrece tentadora, pero Pandora me promete la sorpresa, y en mi ánimo está la inquietud, la intranquilidad de no saber a que me niego.


Vuelvo, una y otra vez a Kierkegaard. Alguien escribió alguna vez "más vale malo conocido que bueno por conocer", lo que parece ser cierto, lo que muchas veces es cierto, pero no vale de nada que sea cierto a priori, conozcamos "lo bueno por conocer" y en todo caso digamos después "vale más el malo que conocíamos de antes que este otro malo novedoso". Kierkegaard, a él le atribuyo una frase -El ímpetu del entusiasta puede terminar en una derrota, pero el triunfo del que nivela constituye, por eso mismo, una derrota-, de una obra llamada "Crítica del presente". Tengo un recuerdo completamente nítido de esa frase, de haberla leído y haberla incorporado en mi adolescencia, sin entenderla, o entendiendo quien sabe qué. Dudo mucho de haber encontrado lo mismo que el autor escondió allí. En la cadena de variaciones, tenemos en primera instancia el idioma, Kierkegaard no escribió en español, y la traducción no es una ciencia ni una técnica, es un arte. (El "Canto a mi mismo", de Walt Whitman, es un claro ejemplo: comienza I celebrate myself, and sing myself, donde alguien lee "Me celebro y me canto a mi mismo" otro dice "Yo me celebro y yo me canto" y otro dice "Me celebro y me canto"), por lo que algo se perdió seguramente ahí, y si bien mi recuerdo es firme y claro, tengo bien presente que la mente nos hace jugadas arteras, y quizás yo esté tan convencido de mi memoria como el fabulador de sus fábulas.

Le encontré recientemente un significado, al evaluar si conviene apostar o no. En el momento en que la duda te lástima, cuando pusiste todas las fichas en el paño, y no las podes quitar de ahi, y el croupier sigue cantando los números de la ruleta, y de pronto sos rico y de pronto sos pobre, y cuando el temor a perder te hace flaquear; pero estas ahí, la vida te esta pasando, y siempre te queda un resto, hasta que escuches la temida voz anunciando el cierre del casino. Concretando la idea, el que no apuesta por temor a perder ... ¡esta perdiendo!.

De casualidad, encontré hace unas semanas en un suplemento o revista literaria un artículo sobre Mishima, un escritor japonés del cual poco sé (forma parte de otra lista, la de lecturas pendientes), de quien me llega un "Apostar con prudencia no tiene sentido", otra frase llamada al registro de la memoria, otro cachetazo al aletargamiento en el que la costumbre y la rutina nos sumergen.

Un punto es un punto, dos puntos son una recta, tres puntos marcan un plano. Cierro mi trilogía, citando ahora a Juan Salvador Gaviota. Recuerdo haberle regalado a una de mis hermanas, para aquella misma época, un poster comprado en Plaza Italia, rojo, muy rojo, diciendo: "mi vida es la esperanza de encontrar la libertad", que por años decoró su dormitorio en la vieja casa familiar.

Entre esas cosas estoy hoy, tratando de darle cuerpo al plano en que me muevo, apostando con osadia,  esperando ganar y volverme libre. Apenas eso.

Un dia de miercoles

Pongo la mesa sin esfuerzo. Un solo tenedor, un solo cuchillo, y entre bocado y bocado converso, distendido, con los fantasmas de visita. Yo sólo quería estar solo un rato, quería poner la mente en blanco, descansarla, quería que fuera verdad la respuesta "en nada" a tu previsible inquietud sobre mis devaneos.

¿Porque?. ¿Porque será que lo primero que se me ocurre es que debo hacer una lista de los fantasmas presentes?. No gano nada con eso, mas que distraerme, poner la atención en ver quien está en cada lugar, cual esta escondido detrás de quien, quien esta llegando tarde. Entre mate y mate, pienso tonterías. Recuerdo a Los Pitufos, pequeños imaginarios, donde hay uno de cada clase, el loco, el torpe, el soñador, el constructor, el algebraico, y es así, así como los veo, voces que pelean frente de mi, por llamar mi atención, por inspirar mi voluntad.

11:45am. Aun no sé que haré hoy. Quizás si, quizás sepa algunas de las cosas que haré, como escribir-tomar mate-tender la cama-hacer alguna compra-ordenar un poco-almorzar-leer-revisar listas-hacer nuevas listas, y corto aquí, y veo que ya lo hice otra vez, otra vez lo hice y sin darme cuenta, es más fuerte que yo, me sale de adentro. Ya está la lista en escena, de cosas por hacer, y, en mi fuero íntimo, se que aun no escribí las importantes.

Asusta un poco, la sensación de no tener algo trascendente que hacer hoy. Como vienen las cosas, este dia terminará, y sera uno más de los días de los que no saqué lo que debía. Que hacer, que hacer para romper el maleficio.

Tengo una idea. Una idea loca, quizás, pero así deben ser las ideas. Si la idea no es la idea de algo nuevo, entonces no es una idea, sino un recuerdo. Las ideas deben ser nuevas.

Conocí y olvidé la costumbre de estar solo, de pronto me siento bien conmigo, y de pronto no, y me surge la necesidad de tratar gentes, conversar, compartir. Entre esas lides, pienso en la gente que creo conocer (¿acaso es posible conocer a otra persona?), y pienso que ojalá la persona en la que pienso no este sola, porque no se si puede cebarse un mate así como está.

Y el pitufo osado me dice "anda", y el pitufo timorato me dice "no da", y el otro me dice "el no va a entender tu visita", y otro dice "va a pensar que tenes otra intención" y el otro me dice "por ahí tenes una idealización de la realidad" y no falta otro que diga "es feriado. seguro que ya organizó algo".

Y el último al que le presto atención, me dice "manda a todos mis congeneres a la mierda, y termina de escribir lo que estabas escribiendo, y ya".

martes, 19 de junio de 2012

La razón de la trampa de la razón

Creyó que el mar era el cielo; 
que la noche la mañana. 
Se equivocaba. 

Me llevó un tiempo darme cuenta del error. Como todas las veces, no hice más que interpretar a mi favor los signos y señales, que quizás ni siquiera eran eso. Confié ciegamente en mis fuerzas, me sentí seguro y victorioso levantando un castillo de naipes imaginario, que no sobrevivió a la primera corriente de aire, una colección de pompas de jabón en las que miraba mi reflejo y mi futuro, hasta que una por una explotaron, y solo quedo nada.

Son curiosas las trampas de la razón. Digamos que el primer contacto fue casual, fue enteramente casual, esperando en la fila para pagar la compra, o los impuestos, ya no recuerdo. Un primer vistazo. Lucías atractiva, y los primeros calores del verano por llegar te hicieron elegir esa blusa, sencilla, que no alcanzaba a disimularte. Algunos electrones cambiaron de lugar dentro de mí, alguna reacción química modificó mi sangre, un hormigueo antiguo recorrió mi espalda, y el mundo ya no fue como antes nunca más.

Invadiste mis noches y mis días. Me dediqué -sin proponérmelo al principio- a saber de ti. Intentar verte, desde lejos, fingiendo encuentros casuales, buscando excusas para coincidir en el ascensor. Cambié de panadería, solo por verte elegir facturas, estirándote, y dejé de comprar ravioles donde los compre toda mi vida, solo por simular el azar de encontrarte en la fábrica de pastas, y conocer tus gustos sobre las salsas.

La manera más fácil de extraviarse es llegar a una bifurcación y tomar un camino sin darse cuenta de que hay otro camino posible en ese lugar. Una vez que entramos en él, sin saber que podíamos no haber entrado, no tenemos a mano la posibilidad de volver sobre nuestros pasos y corregir. Esa es la trampa de la razón. Había una alternativa, pero no la vi. Había otra lectura posible de los hechos, pero no la quise intentar. Razoné, simplificando, que si no es cara es cruz, si no es par es impar, y no era ni una moneda ni un número. Lo nombraste, por primera vez lo nombraste en frente de mí, y lo que debió haber sido una señal de alerta, lo que debí entender como un modo cortés de desalentarme, lo que quizás no era más que un modo de decir, lo convertí en una invitación.

Él. Él. No sabía muy bien si existía o no, no lo había considerado siquiera. ¿Quien es él?. El padre de tus hijos, así lo nombraste. En el complejo juego de señales cruzadas, esta la entendí mal, como entendí mal todo, desde un principio. ¿Buscabas mostrarme un lugar vacío a tu costado?. Eso entendí, eso quise entender, ¿¿buscabas hacerme ver sin lastimarme?, ni se me paso por la cabeza esa posibilidad, ni ninguna otra. Entendí lo que quería entender, vi lo que quería ver, supuse lo que quería suponer, dejé la razón a un lado, y fui por ti. En el apuro, olvidé la prudencia y la compostura, olvidé el tacto y la diplomacia, me expuse públicamente, hasta el punto de incomodarte.

Así estoy hoy. Entonces, las señales que busqué y encontré, los significados que le di a cada uno de tus gestos, todo fue deformado por un cristal del color de la obsesión. Donde quise ver una piscina, encontré un pavimento de adoquines, y mi cara quedó así, aunque el dolor que me duele es el otro.

sábado, 16 de junio de 2012

Me persigue

Tengo de un lado de mi vida todo lo conocido, todo lo realizado, todo lo construido. Amo todo eso. Amo mi historia, y me apego a ella, me adhiero a los recuerdos, los lugares conocidos, las rutinas; el reino de lo previsible -dentro de la gran imprevisión-, en el que sabemos las caras y los gestos y los temas y los nombres, conocemos los pasos y los sitios, conocemos las preguntas y las respuestas y de a poco, de a poco, nos vamos automatizando, nos vamos sistematizando en el trato, sabemos que hacer y cómo hacerlo y cuando hacerlo, y vamos perfeccionando ese rinconcito en el cual nos aquerenciamos, del cual solo salimos de tanto en tanto, en el que nos vamos encerrando sin saber, refugiándonos en el calor tibio de los ambientes familiares, habituales.

Y aquí y allá, por donde mire, lo veo, con la misma paciencia del detective en Crimen y castigo, con la misma omnipresencia de la conciencia del criminal, ahí está él, esperando, latiendo, asomándose cada vez que estiro el cuello o me pongo en puntas de pie u oteo el horizonte, aparece en mis sueños, es un rumor constante como el eco del agua corriendo sobre un lecho rocoso, que a veces baja escasa, haciendo sonar un murmullo casi imperceptible, tan suave que hay que prestarle atención para distinguirlo, y otras veces cae impetuosa, torrentosa, abriéndose paso, lavando las orillas y arrastrando las piedras sueltas.

A veces lo veo con temor, le pido que me espere, que me de tiempo, y él solo mira su reloj, como si no supiera qué hora es, y abre su valija y me muestra el repertorio de catálogos, de promesas virtuales, de todo lo que tiene disponible para mí. Y cada día que pasa, saca una hoja del almanaque, le hace un bollo y la tira, marcándome que tengo un día menos, invitándome a creerle, a confiarme a él.

Miro hacia atrás, un pasado que me saluda, que me bendice y me dice adiós, ya está, ya es hora, vete, vete de aqui, y del otro lado él, en permanente persecución, pertinaz, obcecado, incansable, mi futuro.

viernes, 1 de junio de 2012

Libre

Para la libertad, 
sangro, lucho y pervivo,
para la libertad, 
tus ojos y mis manos.


Supe, hace muchos años, escribir en un espejo que hoy no existe: “Quiero ser libre. Absolutamente”. Lo escribí una vez, y lo leí muchas veces. Fue un instante de lucidez, en el que me dejé a mí mismo el recordatorio, y verme al espejo, la rutina de mirarme, era al mismo tiempo la rutina de ver a una persona –un yo visto por mí mismo, desde afuera de él- y ese mensaje, una más de las tantas anclas y referencias que me dejé, para el día que volviera, una colección de símbolos y señales, algunos permanentes, otros de impredecible utilidad, como las migas de pan de Hansel y Gretel, un rapto de lucidez inconsciente de la trascendencia del acto y su consecuencia, quizás más genuino que este otro, en el que escribo estas líneas, sin poder ignorar que volveré sobre ellas, y sin poder evitar elegir qué cosas me digo y de qué modo. Aun escribo desde afuera de mí. Aun no estoy sentado frente al teclado, sino detrás de mí mismo, dictándome al oído, mirando cómo suena mi voz.

El hombre arriesga cada vez que elije, y eso lo hace libre. Gracias Alterio. Me preguntaba recién a que le llamo ser libre, de que se trata. Peor aún, la libertad absoluta. Las libertades parciales son evidentes: libre de vicios, libre de jefes, libre de horarios, libre de deudas, libre del televisor, libre de la rutina. Todas esas libertades, y cuantas otras, son libertades a posteriori, son libertades pero también son liberaciones. Podría hacer uso de mi libertad, y elegir no liberarme, disfrutar de los vicios y los jefes y los horarios y las deudas y el televisor y la rutina; poder elegir algo y poder no elegirlo, poder elegir una cosa u otra opuesta, la libertad es ese instante, en el cual realizamos la elección, y quizás no dure más que eso.

Para los cuerdos –mal que me pese, lo soy- la libertad absoluta es una quimera. Uno ve un loco, encerrado en su locura, preso de ella, e imagina que ha perdido la libertad. Pero para uno, siempre acechado por la lógica y la conciencia, la libertad es una ilusión, porque hacemos uso de ella cada vez que elegimos, y luego, apenas luego, caemos presos de la elección tomada. No hay tal grado de libertad, no hay a la sombra de la conciencia una libertad total y omnipresente, lo que tenemos son innumerables oportunidades de elegir. Podría, aquí y ahora, borrar esto que escribí, pero no quiero; podría tomar la notebook y revolearla contra un ventanal, o prender fuego la casa, o afeitarme la cabeza, o salir desnudo a la calle, o matarme. Soy libre de todo eso, pero también soy libre de no hacerlo, y como soy un poco timorato y un poco tibio, dejo para otro día tomar las elecciones cuyas consecuencias son más difíciles de retrotraer.

La caridad bien entendida empieza por casa. La libertad también. Los ratos de inconsciencia son breves, escasos. Es ahí, en ese momento, cuando Pepe Grillo descansa, cuando la libertad asoma. El resto del tiempo, vamos de ilusión en ilusión, de celda en celda.

Somos libres, de dejarnos llevar por la corriente, o de elegir ir en su contra. Cuando vamos remontando el rio, el esfuerzo se multiplica, pero cuando decidimos descenderlo, dejarlo que fluya libremente, decimos que elegimos que fluya, y escondemos que no elegimos el cauce.

No hay mayor libertad que la renuncia. Hace un tiempo escribí esto, y alguien lo aplaudió. Ahora, ya no puedo pensarlo libremente, porque cuando lo recuerdo aparece una voz en off aprobándolo. Volviendo a lo que iba, es así: no hay ningún merito en renunciar a lo que no se precisa, la renuncia que vale, la que libera, es aquella por la que dejamos de lado lo que nos es necesario.

Y estoy aquí, con ganas de renunciar. Pero sin saber a qué. Mientras tanto, ejercito mi libertad de elegir. No me despego de mi mismo, no me despego de mi consciencia, pero al menos me permito distraerme de la lógica, y cambiar de opinión a cada rato. Eso, que algunos llaman –con cierto desprecio- incoherencia, también es un grado de libertad, y a ese no renuncio.
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