jueves, 24 de mayo de 2012

El boxeador

Por fin llegó el día. Llevaba un par de años esperando mi oportunidad, al principio paciente, los últimos meses ya no. Don Cosme me venía reservando, entreteniéndome con promesas y postergaciones, amagues de que ahora sí, ahora no, mejor el mes que viene, mejor contra este otro. Y lo cierto es que algo de razón tenía.

Había visto, con mis propios ojos, como algunos de los muchachos del gimnasio lo intentaron, con distintas suertes, algunas mejores y otras tantas malas, la mayoría malas, salvo el flaco López. Ese sí que tenía pasta, y llegó a pelear por algún campeonato. López fue el único del gimnasio con el que tiraba guantes con respeto. Con el tiempo le aprendí las mañas, y eso le costó llevarse un par de piñas de recuerdo, bien calzadas. No te repitas, le decía siempre Don Cosme, y yo le hacía caso, y López no. La treta del flaco era buena, y costaba entenderla, me consta que muchos no terminaron nunca de darse cuenta de cómo el tipo te hipnotizaba moviendo los pies para acá y para allá; uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres, cuatro; te tenía así unas cuantas vueltas combinando los cambios de paso con el vaivén de las manos hasta que te adormecía, y de pronto en el tres te sacaba una zurda recta al mentón, colada entre los guantes, y después el resto.

Siempre en las peleas hay una mano que cambia las cosas, y para López, esa era la zurda. Una vez que te puso esa primera, la pelea se hace distinta. Si te pasó ese golpe, es cuestión de tiempo que te entren los demás. Algún rival se le plantó de guapo, después de comerse la primera trompada, y así le fue; creo que era el entrerriano, el que salió desbocado a vengarse, y cometió el error de enfurecerse -nunca te enojes arriba del ring- era otro de los consejos de don Cosme que él sabía seguir, cuestión que el colorado este salió preso de ira y el flaco López lo conoció y le dio el dulce, le dejó pasar una mano que venía medio mansa al cuerpo, fingiéndose el sentido, y cuando el otro se vino al humo, se encontró otra vez la zurda, al mentón pero de abajo, y en el instante en que la cabeza del tipo terminaba de subir y aun no empezaba a bajar, congelada como la punta del látigo desenrollado, en ese preciso momento en que el entrerriano tenía el cuello completamente estirado y los ojos viendo las luces, llegó una derecha que parecía el aspa de un molino, lenta, pesada, maciza, en el medio de la oreja del pobre tipo que creo que se desmayó antes de llegar al piso.

Presta atención, siempre, me decía don Cosme. Daba pocos consejos, pero buenos.  No era de hablar mucho, algo taciturno, pocas veces lo veía sonreír. Creo que el tipo era feliz, pero no dejaba que se le note. Vivía en su gimnasio, donde al fondo tenía un departamento chiquito, sin nada más que lo necesario, una cama, una mesa, un par de sillas, una tele que casi no prendía y una radio, clavada en una AM con un poco de folclore y mucha charla, a la que pocas veces le vi prestarle atención. Creo que fue de tanto acostumbrarse a escuchar gente hablando sola o conversando de cosas que no parecían importarle que desarrolló su capacidad de estar callado, sin decir nada más que lo imprescindible, salvo las indicaciones de trabajo, un poco menos mínimas -Oscar, a la pera, Colorado hace soga, vos a la bolsa, ustedes al ring- que repartía en el Gimnasio Del Parque, su propio mundo en Villa Devoto, del que salía sólo cuando no podía evitarlo.

Me acuerdo de el Nari, un pibe con mucho gimnasio pero del otro, no de boxeador sino de patovica, mezcla de fierros y quien sabe que otras cosas, que llegó un otoño convencido de que golpear y boxear era lo mismo, y le apostaba su futuro al tamaño y la fuerza bruta. Don Cosme no lograba hacerlo entrar en razón, repitiéndole que por ese camino iba a durar pocas peleas, hasta que se cruzara con alguno que no se asuste y se mueva rápido; lo vas a ir a buscar y no lo vas a encontrarle advertía, y toda esa carne hinchada y dura no te va a permitir frenar lo prevenía, y cuando te pases de largo, te van a dormir, le anticipaba. El Nari había decidido no escucharlo, pero el viejo no se hizo cargo de su sordera y cada vez que podía le insistía paternalmente, al principio con esperanza de hacerlo entender a tiempo, y cuando se dio cuenta de que la letra no le iba a entrar sin sangre, lo siguió haciendo en el mismo tono pero con creciente resignación, como preparándose para no sentir culpa el día que le tuvo que decir yo te avisé.

Cada tanto se enojaba. El viejo, como le decíamos a escondidas, era paciente, de esa paciencia de la gente grande, que sabe que tarde o temprano el agua corre, que vio a varias estrellas encenderse y apagarse, y que aprendió que apurarse es peor que demorarse pero no siempre. Era raro que levante la voz, y excepcional que se enoje, y en general, cuanto más enojado estaba, menos levantaba la voz. Lo escuché un par de veces desde lejos discutir alguna cuestión de plata en su oficina, un cuartito de dos por tres con dos sillas, un escritorio bajo cuyo vidrio había algunas fotos en blanco y negro y recortes de revistas descoloridos y de diarios viejos amarillentos, casi ilegibles, de su época de joven. En una punta del mueble había una lámpara de dibujo, que desentonaba, y en un rincón un pequeño aparador en el que guardaba algunas carpetas y cuadernos en los que cada tanto anotaba cosas que no compartía con nadie. Lo vi enojado pocas veces, y realmente enojado, el día que Roque llegó borracho por última vez. Ya había pasado alguna vez antes, Roque se tentaba fácil, llegaba algo picado, haciéndose el distraído, hablando de lejos. Don Cosme lo pillaba al vuelo, y le decía medio en chiste “justo hoy, que te tocaba guantes” y lo subía con él. Nadie intentó nunca pegarle de verdad al viejo, y Roque tampoco, pero el viejo esos días se ponía un poco más duro, y le hablaba y le tiraba las manos, y las hacía llegar, y entre una y otra le decía “estás dando ventajas, y las ventajas se pagan”. Ese día, no sé si Roque ya sabía o intuía que iba a resultar su despedida del gimnasio y por eso lo hizo, o si el viejo se decidió durante o después de ese cruce de guantes, la cuestión es que Roque se le plantó arriba del ring, le hizo fuerza, de igual a igual, faltándole el respeto, en lo que fueron los últimos dos rounds de su vida. Cuando bajaron, el viejo era una mezcla de enojo y tristeza, le habló un rato casi de más, le deseó suerte, lo echó y le prohibió volver. Nunca más supe de él.

Las últimas tres semanas se me pasaron volando. Desde el día que don Cosme me dijo “Ahora sí, preparate” todo fue encajando como las piezas de un reloj. Hacía los mismos ejercicios de siempre, quizás un poco más concentrado que de costumbre, exigiéndome un poco más. Iba recordando los consejos recibidos, uno por uno, durante los cuatro años que llevaba con él. El día que lo conocí, de entrada me trató bien, diferencia que alguno de los muchachos me hizo notar después. Hizo algunos esfuerzos, en vano, por convencerme de retomar el colegio hasta que desistió, un poco desencantado. Me enseñó a comer variado, a incorporar verduras, a andar derecho. Me hizo cambiar el cuerpo y la postura, y si bien nunca fui flaco ni débil, los años de trabajo siguiendo sus órdenes me volvieron fibroso, ágil y flexible. Con él aprendí otras cosas, además de las del gimnasio, y de todo lo que soy hoy y de todo lo que por suerte no fui, lo que no se lo debo a mi vieja y a la calle, se lo debo a él.

Me llevó un par de años hasta que me subió por primera vez a un ring. Recuerdo esos días, una semana antes me miró y me preguntó en secreto, en voz baja, como no queriendo escucharse la voz al decir: “¿en serio querés?”. Un par de días después me dio otra oportunidad de desistir  y me dijo, como un padre, que casi lo era, “Si tenés dudas no subas; si tenés miedo, esto no es para vos”. Era una advertencia, uno más de sus consejos, pero yo no quise tomarlo así, y lo interpreté más como un pequeño desafío; después supe que todos pasaron en su momento por esa ceremonia privada, y también de alguno que eligió no subirse,  no sé si por conocer el miedo desde abajo o por que. Don Cosme sabía que si esa pregunta la hacía en público nos exponía, a quedar como cobardes o a aceptar sin convicción, por eso de todos los consejos que nos daba, que eran básicamente los mismos, ese último lo hacía siempre a solas, y nunca escuché de su voz si alguno de los que se fueron del gimnasio sin pelear lo hizo antes o después de esa pregunta.

Lo cierto es que tuve varias peleas amateur. Corría algo de plata ahí. Se cobraba una entrada, para disimular, pero la plata estaba en las apuestas. Solía venir gente de afuera. Las peleas eran cortas, tres rounds o cuatro a lo sumo, y era knock-out, abandono o empate, si los dos llegábamos al final de la pelea. Sé, mejor dicho creo saber, que no todos mis contrarios salieron decididos a ganarme, y se comentaba cada tanto que en el gimnasio siempre había alguien dispuesto a ir a menos por plata; incluso escuché la confesión de uno que dijo haber perdido su pelea a propósito, cosa que hubiera preferido no saber ni creer, pero di por cierta, por lo que nunca hablé al respecto con don Cosme. Sé que a mí nunca me pidió perder, lo más lejos que llegó en ese sentido fue pedirme que deje pasar el primero o el segundo round, que dejara durar al rival de turno.

Nunca tuve miedo en esas peleas, pero sí lo conocí. Lo vi de cerca, en los ojos de alguno de los que me crucé. Con el tiempo, aprendí a darme cuenta de quien siente temor y quien no, no sé explicar cómo, pero hay algo en el aire que se huele, no sé si es la forma de transpirar, la manera de sostener la mirada, o la falta de convicción para tirar las manos cuando los invitaba al cruce.

Gracias Cosme, por los consejos. Tuve la sensación, en más de una de estas peleas, que elegir el gimnasio del viejo fue la mejor decisión. Si tenés miedo, esto no es para vos, yo sé que a mí me lo dijo, y creo que a más de uno de los que enfrenté no se lo dijeron, por que los vi ahí, con miedo, pasándola mal. Alguno fue patético, estaba arriba y se le notaba que no tenía ganas, que lo único que quería era estar en otro lado, que sólo quería que todo se termine. El tipo era una invitación a pegarle, estaba regalado, le dolían hasta los amagues. Dejalo durar hasta el segundo, me había dicho Cosme, y así lo hice. Se notaba un poco que lo estaba perdonando, por que el pibe no devolvía nada de lo que le tiraba. Estudialo, estudialo, me decía Cosme, que era la manera de decir amagale pero no le pegues, quien sabe que billete dependía de eso.

Llegó la campana, venís bien, me dijo el viejo, un poco de agua, una toalla por costumbre, para secarme lo poco que había transpirado, que casi ni falta hacia, otra campana, es tuyo ahora fue la señal. Salimos al centro de nuevo, el pibe este con la guardia un poco más alta, como si se hubiera acordado de que veníamos a pelear, pero sólo como si se hubiera acordado, o como si hubiera oído al viejo dándome la venia. Le crucé un par de manos, las primeras a los brazos, las segundas al cuerpo, como para ir domándolo, esfuerzo innecesario. Yo lo miraba, como siempre me decía don Cosme: las manos y los ojos, los pies y los ojos, las manos y los ojos, los pies y los ojos, nunca dejes de saber adónde tiene la vista puesta el rival, si te mira los pies mové las manos, si te mira las manos mové los pies. En eso estaba, y el pibe sólo miraba los ojos, mis ojos, me miraba, me miraba fijo, y no veía ni sabía lo que hacía con mis manos y mis pies, estaba pálido, sesenta y cuatro kilos de terror envueltos en piel. Le vi la cara, después de la primera mano a la cabeza, le vi en los ojos saltones el pedido de que termine todo cuanto antes, me miraba, bajaba la vista y cerraba los ojos, una vez, dos veces, a la tercera vez que lo hizo entendí el pedido, casi una súplica, y le tire un gancho que hasta me pareció que abrió los brazos para dejarlo pasar, un derechazo terrible al cuerpo que lo sacudió, un par de cachetazos más y todo terminó.

Me costó dormir la última noche. Estaba algo excitado, algo ansioso. A los pocos días de fijar la fecha del debut, don Cosme me confirmó que pelearía contra el cuervo Cuevas, quien supo ser el crédito de Santos Lugares hace una punta de años; un par de días después medio se desdijo y me comentó que era probable que mi primer rival profesional fuera un pibe joven, del Almagro Boxing Club, debutante también, porque el cuervo había decidido mantener los guantes colgados respetando el juramento que había hecho público la última vez que peleó y perdió y no quería saber más nada con el boxeo, lo que era más que razonable ya que sólo algunos, entre los que yo casi no estaba, recordaban su pasado de gloria y muchos teníamos presentes varias palizas recientes, especialmente la última, en la que casi pierde la mitad de la
, que le dejó de recuerdo una cicatriz fea, arriba del ojo derecho, un corte hecho sobre la cicatriz de uno o varios cortes anteriores, una cresta horrible que le hubiera justificado un mote si no se hubiera ganado el suyo antes, debido no se sabe en qué proporción a su incierta fama de comedor de carroña y a la cacofonía del apellido.

El cuervo había sido un buen boxeador del montón, un trabajador del ring, un tipo que perdió rápido el tren de los campeones y en vez de dedicarse a otra cosa cuando aún estaba a tiempo, decidió seguir subiéndose a pelear por unos mangos, cada vez menos, cada vez más seguido, dispuesto a sacarle el jugo a su cuerpo hasta donde pudiera, a pesar de lo cual apenas había logrado ahorrar un poco de plata, siempre insuficiente para arrancar el bar al paso con el que fantaseaba, empresa que con el resto de luces que le quedaba estaba condenada a la quiebra. Había puesto un par de veces una verdulería en sociedad, pero entre la dificultad para las cuentas y el no saber comprar y el no saber vender, ni siquiera pudo dudar de si era cierto que sus socios de ocasión tampoco alcanzaron a rescatar la inversión cuando las cerraron. Así era la vida del cuervo, un tipo predestinado al ocaso, a morir de pobre sin alcanzar un sueño y mientras tanto vivir del recuerdo de lo que pudo haber sido pero no fue, y en ese trance, unos billetes más en la bolsa lo volvieron a convencer de hacer una pelea más, la última, esta vez sí la última de verdad, contra el pibe nuevo de don Cosme, Omar Becerra, que de tan nuevo ni siquiera apodo tenía.

Se me hizo entrada la noche, pensando en la pelea, repasando como había llegado hasta aquí. Había desoído varias opiniones en contra de mi elección. Nunca quise escuchar a quienes me recomendaban algún oficio, convencido de mi futuro y de mis razones. Desde chico, los años que pasé en la escuela me dejaron entre poco y nada, salvo alguna fama de bravo, merecida. No era de los altos ni de los fuertes, pero me gané el respeto de todos, a fuerza de arreglar asuntos en las esquinas. No era pendenciero ni de ir a buscar, pero me dejaba encontrar, o quizás no sabía esconderme. Muchas veces la cosa empezaba en el barrio, durante algún partido de futbol en el potrero frente a las vías, donde nunca falta el gracioso oportunista que disimulando la mala intención se pasa de listo con la pierna, y si me la ponés fuerte a mí, te la devuelvo apenas pueda, y si sos porfiado e insistís, bueno, que esperabas, no vamos a seguir cruzándonos las tibias durante todo el partido si con las manos, que también tenemos, lo arreglamos enseguida.

Mi vieja no quería que pelee, nunca quiso saber nada. Mi viejo, no lo pude saber, pero creo que sí le hubiera gustado, recuerdo que le gustaba mirar boxeo. Con el veíamos a Monzón primero y a Galíndez después, una de las pocas cosas que hacíamos juntos, hasta el día del accidente que me dejó huérfano. Quedamos solos los dos, y cuando la tele se quemó, ya no tuvimos otra. Por radio no se puede seguir una pelea, así que veía las que podía ver, cuando la suerte me encontraba frente a un televisor. Poco después, aprendí a colarme en los clubes y las miraba en vivo, perdido entre la gente, seguía las peleas y las apuestas, fascinado por ese ambiente, en el que conocí a Don Cosme una tarde noche de verano y me adoptó.

El sábado, ese sábado tan esperado, amanecí temprano, pero no tanto como imaginaba. Di un par de vueltas en la cama, y me levanté sin apuro. A media mañana ya estaba bien desayunado, con un par de mates menos y un par de tostadas más que otros días. Hice algo de tiempo, acompañe a la vieja a hacer las compras, compartimos al mediodía unos fideos con aceite y queso -le prometí que a la noche sí le aceptaría el tuco que me había estado preparando- le di un beso largo en la frente y me fui al gimnasio, a esperar mi tarde ahí.

El tiempo se me hizo largo. Quise ayudar en los preparativos, pero a la segunda silla que acomodé el viejo me chistó, me dijo “hoy no Omar”, y me mandó al vestuario con una seña. Estuve un rato tirado en la camilla, mirando el techo, tratando de poner la mente en blanco. Al rato me cambié, me puse la ropa de fajina y comencé a moverme despacio, despacito, como para mantener apenas tibios los músculos. Caminando por ahí, de una pared a la otra, alternando con los nudillos de cual mano le pegaba a la palma de la otra, estirando los brazos, un saltito o dos, rotando la cabeza. Finalmente se hicieron las cinco, entró Don Cosme por última vez, con un masajista y alguien más, me dieron la ropa, toda nueva, y me dijo que estuviera preparado, que si bien entraba en la segunda pelea, la primera podía ser corta.

Me sorprendí al escuchar mi nombre por los parlantes, como si estuvieran hablando de otra persona. Desanduve el trayecto del vestuario al ring, un camino que conocía de memoria y podría haber hecho con los ojos cerrados, sin explicarme porque me resultaba menos familiar que todas las veces anteriores, mirando de reojo a ambos costados. Me costaba entender lo que la gente hablaba entre sí o me decía al pasar. Vi algunas caras conocidas, compañeros y desertores del gimnasio, reconocí también a varios habitúes de las apuestas, entre otros que nunca antes había visto. A pesar de que me dijo que no iba a venir, busqué a mi vieja entre las pocas mujeres presentes, confiando en que pudiera haber cambiado de opinión, pero no la encontré; después en casa me dijo que llegó hasta la puerta, pero que los nervios no la dejaron entrar. Don Cosme me esperaba en el rincón, como tantas otras veces, aunque lo noté más serio que de costumbre, acompañando la ocasión.

Subí al ring. Arriba había un montón de gente. El árbitro, el cuervo Cuevas en el rincón de la visita con su gente, Don Cosme y un ayudante, alguien sacando fotos como si las fuera a publicar o vender, y un par de personas desconocidas de corbata, prenda pocas veces vista en el lugar, que no sé qué hacían ahí ni a quien buscaban mirando por entre las sogas. De a poco se fueron bajando todos, cada vez se hacía más fuerte el murmullo que venía desde el público y más silencioso el cuadrilátero, hasta que quedamos sólo los tres que debíamos quedar, y el árbitro nos llamó al centro para el choque de guantes y las recomendaciones de siempre.

Había visto varias veces al cuervo, lo había visto ganar peleas seguido hasta hace unos años y lo había visto perder últimamente, pero nunca lo había visto tan de cerca, cara a cara, a un brazo de distancia. Era difícil adivinarle la edad si no te daban pistas, por el aspecto le dabas un siglo, pero no tenia cuarenta años aun. Más que viejo, estaba gastado, a fuerza de golpes, malos tragos y penurias. En su juventud tuvo un cuerpo elástico e importante, pero hace un tiempo se le había empezado a notar la falta de constancia en el ejercicio, y como se mantenía delgado, la piel ya era casi un talle más grande que los músculos. Tenía la cara curtida de guantes, la nariz aplastada, bien ancha, casi chata, algún corte en el pómulo, quizás dos. Lo primero que le había visto fue la cicatriz deforme del ojo derecho, pero quizás por un poco de pudor, fue lo último que me puse a mirar. No es tan antiguo el ultimo corte pensé, y me dije a mí mismo que podría ser una manera fácil de sacarlo de combate acertarle un par de golpes ahí y volverle a abrir la cicatriz, que estaba fresca, mientras recordaba las últimas palabras de Don Cosme antes de dejarme solo en el ring: dejalo durar hasta que te avise, él ya está hablado.

Me corrió un escalofrió por la espalda cuando le dieron el primer golpe de martillo a la campana, iniciando la pelea. Haciéndole caso a Don Cosme –el que está en el centro manda- llegué a ese lugar antes que el cuervo, que parecía venir de paseo, como si no tuviera ningún apuro ni supiera por que estábamos ahí.

Nos pasamos los dos primeros rounds aburriendo a la gente en las tribunas. El cuervo evitaba los cruces, yo lo buscaba y el tipo se corría para el costado, todo el tiempo, me esquivaba haciéndome dar vueltas y más vueltas, impidiéndome quedar frente a frente. Si lo hubiera hecho a paso rápido, me hubiera terminado mareando, pero todo se hacía al ritmo que proponía él, despacio, tranquilo, como en cámara lenta. Cada tanto, sacaba una mano o dos, sin mucha convicción, como para mostrarme que las había traído. Pensé para mis adentros, si esto sigue así, va a ser empate.

Acelera un poco, me dijo el viejo antes de salir al tercero. El cuervo seguía eludiéndome, dando vueltas alrededor mío y negándose a cambiar golpes. Cuando me di cuenta de cuál era su juego, ya casi se me habían escurrido los tres minutos de la vuelta: caminar, caminar, a la mitad del round te tiro una o dos manos, y al final te tiro un par más, y así haciendo nada seguimos durando. Oí la campana llamándonos a las esquinas y volví al rincón un poco frustrado.

Lo primero que escuche al sentarme en el banco sonó a reto: no aceleraste. Asentí con la cabeza, me justifique con un “se me escapa”, tranquilo, hay tiempo, me dijo Don Cosme y me indicó que le regale al cuervo el centro del ring, y lo persiga para donde vaya, si no se queda ahí. Con esas ideas, salí al cuarto asalto, decidido a apurar.

El cuervo parecía no entender la propuesta, y por un momento el puesto de mando quedó vacío. Lo miré y le aclaré la invitación, bajando los brazos y mostrándole la palma de los guantes. Con el tipo ahí, en el medio, todo parecía más fácil. Estaba claro que cuidaba el aire, y que no pensaba llevar el gasto de la pelea, así que esa parte me tocaría a mí. Lo miraba siempre, como sabía, las manos y los ojos, las piernas y los ojos, lo estudiaba todo el tiempo, y cuando entendí como se movía, esperé el momento en que dejaba de ir para un lado y arrancaba para el otro, y ataqué.

Le tiré una mano, seria. A propósito, se la tiré un poco lenta. Hubo un instante en que pensé que llegaba a tocarlo, porque el tipo tardó en reaccionar y sacar la defensa. A último momento la barrió, pero quedó muy cerca. Se mueve rápido, pero reacciona lento. Estás avisado cuervo, me dije. Seguí dando vueltas alrededor de él, girando para un lado y para el otro, estudiándolo, y el tipo dale que dale, con el mismo juego de piernas. Al rato le tiré de vuelta la misma mano, del mismo modo, el mismo chiste pero con más ganas y un poco más rápido. Esta vez también llegó a sacarla, cuando ya la tenía pegada al mentón; por un momento fugaz me pareció que se había movido más velozmente que la vez anterior, pero no, lo que hizo fue sacar un poco antes la derecha con que me barrió la mano. Se ve que tiene memoria, y reconoció el brazo. Mejor así. Mejor que pienses que no sé otra cosa.

Bien, bien así, me recibió Don Cosme en el rincón. Cambiale el juego, y no te distraigas. No supe por que me dijo eso. Volví a regalarle el lugar, vos quedate en el centro, que yo te busco y te encuentro. En cuanto pude amagué reiterarle la mano, pero no dio señal de haber visto el movimiento, y eso me decidió; deje pasar una chance y a la siguiente oportunidad le repetí la mano una vez más, y apenas la sacó le tiré la otra y le llegué. ¡Entraste!.  ¿Qué pensabas, cuervo?. El tipo acusó recibo. Dio un paso para atrás, me miró fijo, y giró un poco la cabeza como para dejarme bien de frente el ojo derecho. Movió la mano derecha, como apuntando a la cicatriz. No sé si quería mostrarme su historia o me invitaba desafiante a pegarle ahí.

Seguimos la vuelta, mirando manos y ojos, pies y ojos, girando, siempre girando, para un lado, para el otro. Empecé a buscarle el ojo, sin suerte. Se dio cuenta, y empezó a mostrarlo más. Perfilaba la cabeza para el otro costado, dejándolo a la vista, haciendo alarde, como el torero que muestra la capa roja. Empecé a mirarle más el ojo, tratando de contarle los puntos de la última costura, que estaban un poco rojos aun. Un punto, dos, los pies y las manos, un punto,  dos, tres, los pies y las manos, un punto, dos, tres, cuatro.

No llegue a contarle todos los puntos, cuando descubrí el descuido. Aguanté bien el zurdazo,  pero quedé algo sentido. Di un par de pasos para atrás, y me fui escabullendo, recomponiéndome. Por suerte sonó enseguida la campana y volví a refugiarme en el rincón.

Don Cosme me recibió en silencio. Me miró fijo, me mojó la cabeza, me cacheteó, y cuando vio que estaba entero me habló: cuidate, no te distraigas, fue lo primero que me dijo. Me repitió algún consejo más, que no sé si escuché, porque en ese momento me puse a recordar todas sus recomendaciones anteriores, y en ese mínimo minuto de tregua, no pude distinguir cual era su voz y cual el eco de las enseñanzas recibidas en los cuatro años anteriores.

Sonó la campana llamando al sexto round. Volví a salir, pero en realidad, el que volvió fue mi cuerpo. Yo me quedé en otro lado, como ausente, mirando algo descreído mi propia pelea. Si es cierto lo que dicen, que hay por lo menos un momento en que la vida te pone a prueba, yo estaba en el primero de los que me correspondían. Abajo del ring nadie notaba lo que estaba pasando arriba, sólo yo lo sabía, por un momento lo supe sólo yo, hasta que volví a mirar al cuervo a los ojos y vi que me vio y me di cuenta de que él también sabía, y lo demás sólo fue cuestión de tiempo.

Recordé el último consejo del viejo antes del día de mi primera pelea, y descubrí una vez más que tenía razón. Aun estaba a tiempo de ganar y de perder, y seguí peleando bien, pero algo desinteresado del resultado. El cuervo me mostraba la cicatriz, desde lejos, me la dejaba mirar como queriendo decirme algo, que no entendía. No me tiraba golpes, pero tampoco se dejaba encontrar. Se alejaba un poco, mostraba la cresta, me miraba, bajaba un tanto la cabeza y cerraba los ojos; después acortaba distancias, me miraba un segundo de cerca y se volvía a alejar, a mostrarme la cresta y mirarme y bajar la cabeza y cerrar los ojos, una vez, y otra vez, y otra más, hasta que recibí el mensaje.

Cuando me desperté, la pelea había terminado. Escuché la voz suave de alguien preguntar con algo más que curiosidad ¿el pibe está bien?, cuando repitió la pregunta supe que esa voz que no conocía era la del cuervo, que se mostraba preocupado por mí. Don Cosme me preguntó mi nombre y alguna cosa más, como para ver si el que tenía los ojos abiertos era yo o seguía ausente, y cuando supo que sí, me gatilló el reproche, insistente, como con eco: ¿no la viste venir?, ¿cómo no la viste venir?, ¿en serio no la viste venir?.

Días después, dejé el gimnasio, y un par de meses más tarde, me hice amigo del cuervo. Aun hoy nos divertimos recordando a la gente comentar su retiro con gloria, durmiendo al pibe Becerra como en sus buenas viejas épocas, con una mano que nadie pudo nunca entender como me la comí en seco; y al igual que como pasa en las fabulas de los pescadores, cuanto más tiempo pasa es más la gente que estuvo ahí para ver la pelea y cada vez que alguien la cuenta la mano es más terrible.

Con el tiempo, nos fuimos confesando, y entre charla y charla y vino y vino, aclaramos las cosas. Un día en confianza me blanqueó que se había apostado sus últimos mangos a sí mismo, como para retirarse con tres miserias en vez de una. Por mi parte, yo le reconocí que con su primera mano conocí la duda, o quizás la recordé, y entendí por que el viejo me decía que si tenía miedo, esto no era para mí;  y le agradecí también que me enseñara la cicatriz, y me evitara la tentación de repetir su camino, de apostar veinte años a ver si llego vivo al retiro, y si dejé de seguir pobre para esa fecha; y ahora somos dos los que sabemos que es cierto, que es completamente cierto que la segunda mano no la vi venir, porque después de entender todo y de abrir un poco la guardia, miré al cuervo por última vez en la pelea y le cerré los ojos.

domingo, 20 de mayo de 2012

Gracias

Gracias por el paréntesis,
la fugaz tregua,
el armisticio,
ese breve respiro de las armas,
de las almas.

Gracias por la ilusión,
la fantasía de lo imposible,
la mentira hecha cuerpos y sudor
y breves órdenes sobre las sabanas.

Recobro fuerzas así,
me yergo altivo,
entiendo y comprendo todo,
la propiedad del precipicio,
al que camino.

viernes, 18 de mayo de 2012

El fin del mundo

Decía hace un tiempo que, en la eternidad del tiempo, todas las profecías son apuestas seguras a futuro, por lo que la advertencia de que el mundo tiene fin, no por vistosa o grandilocuente, deja de ser absolutamente irrelevante.

Claro, los mayas dijeron que sería en 2012. Bueno, en realidad, alguien dice que los mayas dijeron, y para ser más estricto en la semántica, oí y creo que vi –no digo ni miré ni escuché- noticias de relleno y comentarios tan prescindibles como la misma televisión; entre todo eso, alguien aportó alguna reflexión sobre la finitud de las cosas que justificó su lectura, mérito que mi voz no precisa pero espero que comparta.

¿Cuál es el 2012?. Ah, que pregunta. Si existieran los mayas, podríamos preguntarles que quisieron decir. Quizás nos corrigieran, quizás nos enseñaran, quizás le echarían la culpa de todo el entuerto a un grupo de vanguardia al que se le dio de abusar por algo prohibido, o a  alguno que tomó algo de más, o a algún pasquín de la época que inventó todo, como nos hicieron después con el informe Roswell, el monstruo del lago Loch Ness, el filipino embarazado, y tantas otras promesas.

El concepto de 2012 es muy relativo. ¿2012 para los cristianos, o para los judíos, o para los musulmanes?. ¿Contado desde cuándo?. ¿Y esos 2012 años, son convertibles 1 a 1 como el peso y el dólar –otra fábula que nos hicieron creer- o hay que sacar la tabla de logaritmos y la calculadora trigonométrica.

No tengo el dato preciso de cuando cae el 2012 de los mayas. Sé cómo obtenerlo, pero no tengo ganas, así que le dejo la inquietud a algún curioso o a algún ex estudiante que haya aprovechado mejor que yo los años de colegio. El dichoso año, mejor dicho no el dichoso sino el desdichado año, ocurrió algún tiempo después del año 1492, este ultimo si contado desde nuestra visión occidental y cristiana. 2012, y se acabaron los mayas, y fue el fin del mundo para ellos.

-.-

Mucho antes de ahora, cuando fui adolescente, me enfrenté varias veces al fin del mundo, en forma de novela, en forma de guerra. Por si la pista no apunta, aclaro, encaré varias veces la lectura de “La guerra del fin del mundo”, de Mario Vargas Llosa. Debo haber leído media docena de veces el primer capítulo, pero no tenía aun el aplomo y el consejo de los años, y sucumbía en manos de la impaciencia y el descrédito en algún momento del intento.

No debiera cantar victoria, pero llevo ya un mes o mas de perseverancia, y llegué anoche a la página 400 de las más de 600 que tiene esta edición, que salió a la venta acompañando al diario La Nación hace poco tiempo y que hace menos tiempo aun, de casualidad, encontré a la venta en una librería escolar a la cual caí poco después del inicio de clases, en busca de los consabidos libros de colegio de reposición anual (tema para otro día, la hijaputez y no solo comercial de generar libros descartables, libros que no se leen sino se usan, y una vez usados ya no sirven, el absurdo de un libro).

Un libro hermoso. Denso, espeso en su redacción, de párrafos largos, historias paralelas, un entramado en el que durante muchas páginas no logré hacer pie, pero continué leyendo con la confianza ciega de entender, en algún momento y no me importa de qué manera, de que venía la cosa, lo que por suerte sucedió. Situado en Brasil, en el norte, a fines del siglo XIX, con algún parentesco en su forma con los 100 años de Garcia Márquez. Lectura recomendada.

Cerrando el punto, en 2012, el año del fin del mundo, de casualidad me encuentro con este libro, la guerra del fin del mundo. No deja de ser una coincidencia casual. Compré el libro solo para reintentar vencerlo, rememorando aquellas frustraciones, sin pensar –o sin tomar consciencia- de la causalidad latente.

-.-

Viendo la evolución de algunas situaciones personales, comencé hace poco a hacer algunos chistes sobre el fin del mundo, y lo seria que se había puesto mi vida en demostrarme la vigencia del asevero, e iba por ahí repitiendo una frase así como “si el 2012 es el año del fin del mundo, conmigo empezó con el pie derecho”.

Comencé enero con una situación premonitoria. No me sorprendió el hecho - me llegó el despido- pero sí que se adelante un par de meses a mi previsión. La noticia en si es abstracta, no fue ni buena ni mala, ni la tomo con la capa de barniz de y-ahora-que-voy-a-hacer a-mi-edad-con-lo-dificil-que-es-conseguir-trabajo-y-encima-con-cuatro-chicos. Tampoco hay nada que pueda hacer para cambiar los hechos, y vino con un cheque interesante.

Estaba un poco hastiado de la compañía, disconforme con algunas cosas, recibiendo un trato que no me parecía el que ameritaba, con una relación desgastada a base de irnos conociendo las mañas y los defectos. Confortablemente adormecido, cantaría Pink Floyd. No estaba satisfecho, quizás conforme, mejor dicho acostumbrado, con una alegría cada tanto, y cada otro tanto un escape.

Más inesperado aun, en febrero el corazón de mi suegro dijo basta, sin ningún preaviso. La noticia te choca, la realidad te pega un tortazo en la cara, una patada en los testículos, una piña en la boca del estomago, y te deja dolorido, sin aire y sin reacción, y te das cuenta de golpe de que la muerte es otra profecía de la que no te vas a escapar. El 2012 de mi suegro cayó en 2012. Llevo meses planteándome a mí mismo la angustiosa certeza de la muerte. Como escuché en Belleza Americana, todos los días empieza el resto de tu vida, menos el día que vas a morir. Ese día es el del fin del mundo. Y si no, si no lo entendés aun, preguntale a tus ausentes, y hacete cargo.

Apenas digerida la noticia, la decisión. Cuando aun me debato entre lo que quiero y lo que no, cuando aun no termino de convencerme de poner el ser delante del parecer y poner el deseo delante del quiero, me dan noticia del próximo despido. Me resisto, hago mis duelos, proceso, digiero, consiento, acepto.

Estábamos un poco hastiados de la compañía, disconformes con algunas cosas, recibiendo un trato que no nos parecía el que ameritábamos, con una relación desgastada a base de irnos conociendo las mañas y los defectos. Confortablemente adormecidos, cantaría Pink Floyd. No estábamos satisfechos, quizás conformes, mejor dicho acostumbrados, con una alegría cada tanto, y cada otro tanto un escape.

-.-

Decir que el fin del mundo puede ser cualquier día de estos, es otra manera de decir que todos los días es 2012. Y entrando el año, veo que la vida, tal como la supe conocer, se está acabando.

Y estoy así, alistándome para mi fin del mundo personal, sin poder saber hoy, cuando el fénix renazca y yo termine de reencarnarme, ni de que voy a trabajar, ni bajo que techo voy a vivir, ni a quien dedicaré mi amor, ni a quien entregaré mi cuerpo.

No está mal para llamarlo el fin del mundo. Si no lo es, es un simulacro importante.

viernes, 4 de mayo de 2012

Huellas

Huellas,
testimonios de ayeres ajenos,
o nuestros,
que ya no nos son propios.

Nada del pasado nos pertenece,
ni lo que creamos,
ni lo que creímos,
todo son marcas en la arena,
caprichos del agua y del viento. 

Huellas,
recuerdos fugaces,
moribundos.
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