Es lo más parecido al hervor de la leche lo que me ha pasado estos días. Yo sabía lo que iba a pasar en algún momento porque de eso se trataba, de que pasara, pero no deja de sorprenderme la virulencia con que se manifiesta la decisión, no deja de sorprenderme la convicción con la que acepto y no deja de sorprenderme la velocidad creciente, la aceleración que se produjo estos últimos días donde cada uno de ellos fue notoriamente mas cercano que el anterior reduciendo las distancias entre mi vida y yo hasta permitirme alcanzarla y montarme sobre ella como quien cabalga una ola.
Las ganas de hablar, de hablar de lo que me pasa, de lo bien que estoy, en medio de una tormenta, sin brújula y sin timón y con el barco a la deriva pero confiadísimo, confiadísimo en que la madera flota.
Que bien se siente vivir después de no haber vivido. Que bien se siente ser uno después de haber sido otros, viviendo voluntades que no son propias, honrando compromisos y pagarés que nos impusieron. Será que hay vida después de la muerte, la muerte que me hicieron elegir, por una mezcla de ignorancia, prejuicio, torpeza. Podría llorar tantos años para atrás, pero no sirve vivir llorando. Podría ir a mear algunas tumbas, pero ya pasaron esos días, y ya no tengo una tumba donde hacerlo. Podría dedicarme a mi vida, de aquí en más, y en eso estamos. Ese si es un plan que vale la pena.
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