jueves, 6 de junio de 2013

Por ganar una discusión

Hechos reales.

Tren de Glew a Constitucion, 
5/6/13, 
9:10am

Por ganar una discusión, la gente es capaz de sostener mentiras. Esto lo sabemos todos, pero no todos coincidimos en el desvalor del método.

Por aprovechar una oferta de azúcar y harina, limitada a dos unidades por grupo familiar, una pareja deja de hablarse y pide cuentas separadas en la caja de un supermercado. Ante la evidente treta la cajera, celosa defensora de consignas ajenas, le llama la atención. Entrenada en el arte de la mentira, la mujer plantea una batería de opciones, poniéndole sin saber precio a su alma. Por la satisfacción de ahorrar un dinero que no precisa ahorrar, por el gusto de su triunfo miserable, negó al esposo, negó al hijo, negó todo, levantó la voz, pidió el libro de quejas, destrató a la empleada delante del supervisor, luego al supervisor, luego a la cadena de supermercados, y agotada la instancia, luego de consumar su proeza, se hizo confidente de testigos ocasionales e involuntarios, en los que buscó complicidad para enjuagar su apestosa conciencia.

Yo no tuve la suerte de estar ahí. Si hubiera estado, en uno de esos días en que me siento defensor de pobres y ausentes o con ganas de ser inoportuno, hubiera desenmascarado a esta persona que presume de astucia, en el preciso momento en que creía sorprender a la cajera argumentando ¿cómo sabe que somos pareja?. La hubiera expuesto: es su marido – se fue con su hijo – la espera en el auto – está presenciando el desenlace desde allí - ¡Señor, venga! – se olvida a su mujer. ¿Tanto necesita una familia con auto mal ganarse diez pesos?

Me tocó presenciar el relato público de la mentirosa a la persona que compartía con ella el asiento del tren. Primero me molestó el tono de voz, impúdicamente alto, luego la historia en sí, mas tarde la combinación de orgullo y alegría con que narraba su epopeya y por último (por ahora) la risa que le causaba a ella y a su oyente este acto que, estoy seguro, desnuda ante el espejo le daría vergüenza.

Antes que todo eso me molestó su descarada voluntad de no ceder el asiento, ni ella ni su oyente, cuando tenían frente a sí mismas a una mujer con un niño en brazos. Seguramente tendría una batería de justificaciones para no hacerlo, porque en ese oficio dio suficientes muestras de experiencia durante el relato de su compra, pero no llegamos a conocerla porque otra pasajera le entregó su asiento a la joven madre. ¿Qué nos habremos perdido?. Seguramente la recomendación de esperar el próximo tren aprovechando la condición de cabecera de la estación Glew, la conveniencia de viajar a otra hora, la ventaja de los métodos anticonceptivos o –ya la imagino capaz de eso también- la grosera admonición ¡volvé a Bolivia a ver si te dan el asiento!

Nos pasamos el viaje mirándonos de reojo o furtivamente. No sé si sospechó que escribía sobre ella, ni si se percató del momento en el que le robé una foto. Creo que no.

Llegando a Constitución, demoré mi descenso sólo por tenerla a tiro de pregunta. No quería terminar esta crónica sin dejar completamente expuesta la verdad. Venciendo algún prejuicio le toqué el hombro izquierdo y sostuvimos el siguiente diálogo.
- ¿En serio hiciste una queja en el supermercado?
- Si.
- ¿Pero era tu pareja?
- Si.

No tenía caso extender la situación. Los ateos son ateos, los creyentes creen, los escépticos dudan y sospechan. Poco podría agregar en esa conversación: ¿Comentarle que estaba escribiendo y sobre ella?. Temí desatar alguna fuerza maligna y terminar dando explicaciones ante alguna otra persona distinta de mis lectores, y temí más, mucho más, que el hecho de haber alimentado a un escritor engrandezca su absurdo orgullo.

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