Estaba pensando –estuve pensando- en escribir sobre mi cuaderno, sobre mi cuaderno (así al pasar noté que la reiteración de esas tres palabras tiene completo sentido). Hablaba de escribir sobre mi cuaderno y opté por hablar sobre mi cuaderno. Después escribiré lo que ahora hablo.
Mi cuaderno es como mi vida: hojas que quisiera arrancar, hojas que quisiera tachar y unas cuantas hojas en blanco. La analogía es perfecta. Mi cuaderno es un regalo de una de mis hijas, un cuaderno de hojas cuadradas, blancas, lisas, en el que de a ratos dejo cosas escritas. Quizás debí ser más estricto a la hora de juzgar que cosas elegí escribir ahí y que cosas debí escribir en otro lado, pero no hay ninguna manera de arrancar la página sin que se note y tampoco voy a ganar nada.
Me gustó mucho darme cuenta un día de que mi hijo el varón aprieta el pomo de dentífrico -pasta dental- de cualquier manera porque esa actitud que yo no tenía la he rescatado como valiosa después de la tardía lectura del primer párrafo de Rayuela. Esta casualidad coincide con que las hojas de mi cuaderno son lisas, otra de las cosas que Cortázar menciona muy al comienzo de este libro, y la complicidad padre-hijo (el tal para cual, el de tal palo tal astilla, el a menudo los hijos se nos parecen) se hace evidente en estos dos detalles.
Me distraigo en una conversación de ascensor sobre un segundo gol de River a Boca, tema que hasta hace pocos minutos llamaba mi atención pero dejó de hacerlo luego de un fugaz interinato en el podio de mis intereses. Otra vez encuentro un parecido entre lo que digo sobre algún tema y lo que pasa con mi vida: paso de una preocupación a otra y de una despreocupación a otra momento a momento.
Mientras hablo de mi voy haciendo cosas, como aprontar los menesteres que mi varón va a precisar mañana a la mañana cuando se levante y se mantenga en pie, solo, esperando que yo me despierte. Al momento de decir la frase “esperando que yo me despierte” me repiquetea, me golpea en la cabeza como un pájaro carpintero, buscando hacerme reaccionar. También despejo el camino (me quedo con esas tres palabras de la frase completa como una nueva manifestación de que la vida se hace presente en lo que digo) mientras hablo (despejo el camino) para que mis hijas mayores, la que me regaló el cuaderno y la mayor, cuando regresen de una fiesta a la madrugada no tengan obstáculos que puedan resultar una complicación para sus ojos distraídos.
Si hubiera escrito sobre mi cuaderno sobre mi cuaderno probablemente hubiera concentrado mi atención en algunas líneas más confinadas de mi pensamiento. Tengo una manera muy especial de referirme a esta capacidad de perder de vista el camino por el cual llegué a un lugar, y al irme desde ese lugar a cualquier otro acarreo la sospecha de que es muy probable que haya coincidido el cambio de rumbo con su pérdida, y estoy hablando de lo que estoy hablando y estoy hablando de la vida también; encuentro una y otra vez que digo algo sobre algo y esa misma expresión la puedo aplicar sobre mí mismo. En algún sentido o en otro soy todas las versiones posibles de mi mismo, y entre todo eso que digo ser, ser adorador de las ramas de los árboles es esto de lo que mi palabra está dejando testimonio.
Ser todas las cosas posibles es convertirnos en una esfera capaz de rodar libre. El teorema de la esfera -tal cual lo he postulado en algún lugar- dice que cada una de las cosas que somos es una cara de un cuerpo, y un cuerpo que tiene todas las caras posibles es una esfera. Esto que digo en forma tosca y destemplada tiene una argumentación geométrica, en aquel momento hablaba de poliedros regulares, como el tetraedro o el cubo, que al avanzar en su número de caras empiezan a parecer esferas, porque un poliedro regular de infinitas caras es una esfera. Por ahí el infinitas caras es un exceso, pero si cada una de las cosas que somos es una cara y tenemos muchas caras empezaremos por lo menos a ser algo parecido a una bola de espejos, donde cada una de las cosas que somos es uno de los tantos espejitos que tiene.
Sé que varias veces dije o pensé en decir en este último rato algo de lo que a la pasada me di cuenta que podía aplicar sobre mí mismo pero no quise detenerme a puntualizar y ahora me cuesta identificar que fue. Mañana o pasado o alguno de estos días me pondré a escuchar esto que dije para convertirlo en un texto escrito y sé que me voy a sorprender de cómo en un momento algo se nos revela y en un momento nos queda el recuerdo del hecho y el recuerdo del instante pero nos queda el olvido de la verdad que conocimos.
Me sorprendí hace un rato en la casualidad de que tenía unos versos que aparecieron durante una fugaz ducha y de que logré recordarlos cuando me senté ante mi cuaderno con la primera lapicera que encontré -porque la que hubiera usado está en algún lugar en el cual la reencontraré algún día- y quiso la suerte que haya sido la birome roja, la que uso pocas veces, cuya última contribución descubro en una hoja imprecisa, sin fechar, donde la página siguiente tiene dos meses y el escrito anterior tiene tres. No me voy a tomar el trabajo de ver si en algún otro lugar dice de cuándo son los versos anteriores escritos en rojo, que tienen algo en común con los de hoy, que son unos versos duros, impublicables quizás.
Sé que me fui de tema una vez más. Me interesa la confirmación, pero no me importa. Y tras decir esto me queda la incómoda sensación de estar diciendo algo imposible: ¿como nos puede interesar algo sin importarnos al mismo tiempo?. Estas palabras no son sinónimas. Encontré un ejemplo que para mí es válido y tiene que ver con querer saber el resultado de un partido de futbol –pasión de multitudes entre las que no me incluyo-, ver dos goles, darse cuenta de que uno es una distracción del defensor y el otro es un gesto brillante del delantero y ya está, no me importa más nada. Creo que su mayor valor es poder hablar en este lugar de lo que estoy hablando y poder ilustrarlo con este ejemplo.
Tengo un muy bonito segundo blog. No creo que este ensayo salga en el primero -que se llama Discurso Bravo- como tampoco van a estar ahí y de esto estoy un poco más seguro porque los leí los versos de hoy a la noche, que empiezan con un fuertísimo reproche personal que le hice a otra persona que no soy yo, aunque al releerlos recién me doy cuenta que me lo podría haber hecho a mi mismo con las mismas primeras cinco palabras, las segundas cinco también, y también las tres terceras con las que cierra una primera estrofa.
Acabo de volver de confirmar la corrección de la palabra estrofa, porque le sentí una connotación muy musical. Esto espero que no sea un presagio, no sé cómo entenderlo. De la búsqueda en Internet de la confirmación de la palabra estrofa me fui a un artículo que habla de versos, rimados, libres, blancos y sueltos, donde se cita un poema llamado “El paraíso perdido”. Lo siento. No quiero hablar más.
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