Nos causa espanto el fallo de la justicia tucumana. Cuesta entender por cual agujero de la telaraña se escapan los acusados, y cuesta, cuesta mucho, muchísimo, aceptar que si por alguna sutileza legal quedan en libertad los victimarios la culpa no es de los jueces sino de los legisladores que no han legislado de modo tal que no encuentren el punto débil por el cual todos se escapen. Aun no sabemos, y la profundidad de la retórica legal me confunde, si los jueces han actuado mal o han actuado bien: no es tarea del poder judicial corregir las leyes mal hechas sino velar por que se respeten todas las formas de los procesos. Coincido con todos en la indignación del resultado, pero no me resulta evidente el reparto de los méritos que concluyeron en la absolución general.
Volviendo al primer punto, se reitera la frase, casi slogan, “sin clientes no hay trata”, lo cual podría ser cierto si no fuera imposible. Por algo le dicen “la profesión más antigua del mundo”. En la mismísima Biblia, libro familiar a la inmensa mayoría nacional de origen teológico judío-cristiano, el único oficio conocido de una mujer fue la prostitución, y seguirá habiendo prostitución (femenina) por mucho tiempo más. Mientras los hombres acumulen testosterona y no tengan una pareja o amistad con derecho, y mientras haya mujeres acorraladas por el sistema en las orillas de la miseria o la necesidad seguirá existiendo el caldo de cultivo necesario para que el oficio más antiguo del mundo tenga su eternidad garantizada.
Debo ser cuidadoso a partir de aquí, porque lo que sigue es apto para la polémica. No estoy a favor de la prostitución. No me parece justo que alguien encuentre en el alquiler íntimo de su cuerpo su modo de subsistencia; más claro: me parece inaceptablemente injusto que alguien deba optar por prostituirse para no sufrir penurias económicas y carencias o para seguir sufriéndolas morigeradas. Pero no soy quien para imponer mi ley a nadie. Si una persona con opciones encuentra una salida voluntaria en la prostitución me parece mal; si una persona sin opciones encuentra una salida obligada en la prostitución me parece peor, pero desde el momento en que escapa a mi proveerle la salida, lo menos que debo hacer es respetar. Y, aunque no me agrade, me siento obligado a reconocerle a una persona adulta y libre la capacidad de decidir (para tranquilidad de mi conciencia, doy por asumido que es una decisión libre entre opciones válidas).
El problema no es la prostitución, el problema es la trata.
Sin trata no hay trata, aunque haya prostitución y haya clientes dispuestos a pagar por el uso de otro cuerpo.
Trabajé largos años en Suipacha y Tucumán, y recorría habitualmente la calle Lavalle. Cuando la oferta sexual era en la esquina de Esmeralda y Lavalle, la policía estaba en Lavalle y Maipú, y viceversa. Ahora ya no hay oferta “en pie”, o es más discreta, pero pululan por el centro de Buenos Aires pegadores de cartelitos de oferta sexual, con teléfonos y direcciones. Según uno de los muchachos a cargo de esta tarea, percibe $150 diarios por esa labor. No debiera ser tan difícil encontrar los departamentos, ver quien los alquila, quien paga los gastos, quien llama a esos teléfonos, quien manda a imprimir los papelitos, quien contrata a los que empapelan el microcentro y mas allá, expandiendo diariamente el límite de las superficies válidas para ese fin, que comenzó sobre el mobiliario urbano público, pasó luego a cortinas de negocios y ya orilla las vidrieras comerciales, a las que aun no se han animado.
La Metropolitana, la Federal, los funcionarios del poder judicial, y otras gentes obligadas por su trabajo a intervenir de oficio, a denunciar, están todos distraídos de su deber, y lo peor, lo peor de todo, es que no es necesariamente por connivencia o lucro, sino sencillamente por desinterés o complicidad ad-honorem.
Mientras no nos demos un debate adulto sobre el tema, permitiendo la prostitución como cualquier oficio, con un marco legal adecuado, reglas, permisos, condiciones de salubridad, aportes jubilatorios, y todas las demás condiciones propias de una actividad laboral legal, seguirá habiendo trata. Mientras sea necesaria la protección de alguien para desarrollar el oficio, habrá trata. Mientras la posibilidad de trabajar dependa de la venia policial, habrá trata. Por el contrario, en un contexto en el cual la prostitución sea legal, una prostituta no requerirá la protección de un cafiolo para evitar el acoso policial, sino que podrá denunciar en sede policial al cafiolo que la acose (y en sede judicial al policía que no se resigne a dejar de aprovecharse). Las prostitutas trabajarán para sí mismas, solas o en cooperativas, y se van a acabar muchos negocios turbios que se alimentan de la marginalidad forzada del oficio proscrito.
Toda prohibición es estéril en su intento de evitar lo que prohíbe y genera un negocio para quien la desafíe.
En un país progresista, este tema debería ser materia de discusión.
Sin trata no hay trata, aunque haya prostitución y haya clientes dispuestos a pagar por el uso de otro cuerpo.
Trabajé largos años en Suipacha y Tucumán, y recorría habitualmente la calle Lavalle. Cuando la oferta sexual era en la esquina de Esmeralda y Lavalle, la policía estaba en Lavalle y Maipú, y viceversa. Ahora ya no hay oferta “en pie”, o es más discreta, pero pululan por el centro de Buenos Aires pegadores de cartelitos de oferta sexual, con teléfonos y direcciones. Según uno de los muchachos a cargo de esta tarea, percibe $150 diarios por esa labor. No debiera ser tan difícil encontrar los departamentos, ver quien los alquila, quien paga los gastos, quien llama a esos teléfonos, quien manda a imprimir los papelitos, quien contrata a los que empapelan el microcentro y mas allá, expandiendo diariamente el límite de las superficies válidas para ese fin, que comenzó sobre el mobiliario urbano público, pasó luego a cortinas de negocios y ya orilla las vidrieras comerciales, a las que aun no se han animado.
La Metropolitana, la Federal, los funcionarios del poder judicial, y otras gentes obligadas por su trabajo a intervenir de oficio, a denunciar, están todos distraídos de su deber, y lo peor, lo peor de todo, es que no es necesariamente por connivencia o lucro, sino sencillamente por desinterés o complicidad ad-honorem.
Mientras no nos demos un debate adulto sobre el tema, permitiendo la prostitución como cualquier oficio, con un marco legal adecuado, reglas, permisos, condiciones de salubridad, aportes jubilatorios, y todas las demás condiciones propias de una actividad laboral legal, seguirá habiendo trata. Mientras sea necesaria la protección de alguien para desarrollar el oficio, habrá trata. Mientras la posibilidad de trabajar dependa de la venia policial, habrá trata. Por el contrario, en un contexto en el cual la prostitución sea legal, una prostituta no requerirá la protección de un cafiolo para evitar el acoso policial, sino que podrá denunciar en sede policial al cafiolo que la acose (y en sede judicial al policía que no se resigne a dejar de aprovecharse). Las prostitutas trabajarán para sí mismas, solas o en cooperativas, y se van a acabar muchos negocios turbios que se alimentan de la marginalidad forzada del oficio proscrito.
Toda prohibición es estéril en su intento de evitar lo que prohíbe y genera un negocio para quien la desafíe.
En un país progresista, este tema debería ser materia de discusión.
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