Vaclav Havel hizo demasiadas cosas como para intentar aquí
una biografía o un resumen. Hombre integro, trabajador de la cultura, defensor
de la libertad, de la vida y del individuo, podría compartir un podio
imaginario con Nelson Mandela y Ernesto Sábato, y si no se conocieron e
hicieron amigos habrá sido por falta de coincidencia en el tiempo y el espacio
y no por falta de valores comunes.
Hoy encontré en la recepción
de mi último empleo, donde fui por unos trámites personales pendientes, un
suplemento periodístico cuya nota de tapa era él. Como siempre, vuelvo a
conjugar el verbo casualidad. Si hubiera ido ayer, quizás no hubiera estado
ahí, si antes de mi hubiera pasado otro con el mismo interés que yo y la misma
capacidad de apreciar su valor y rescatarlo de su destino de desperdicio,
tampoco lo hubiera encontrado, y para peor, si no hubiera ido hoy quizás se
hubiera convertido en papel descartado sin ser leído, recuperado de la basura
por alguno de aquellos tantos para quienes el discurso presidencial de la
redistribución de la riqueza y el coeficiente de Gini son entes aun más
absurdos que los números complejos.
Supe tener en la escuela primaria, en 4° y en 6° grado, una
maestra fuera de norma: Radojka Pleticosic de Vanti, una mujer checoeslovaca,
cálida, inteligente, capaz de lidiar conmigo, que no era un alumno sencillo. Sabía
cómo contenerme, supo cómo educarme. No es para cualquiera la bota de potro,
pero ella supo calzarlas. Para hacer notar el contraste, tuve tres suspensiones
escolares en 5° grado y una en 7°. Cuando mi desinterés en la clase se hacía
evidente, lo que ocurría al poco tiempo de entender, lo que dicen que ocurría
en mi caso demasiado pronto, me ponía a mirar diapositivas de distintos lugares
-turísticos todos o en su gran mayoría- contra una de las ventanas del salón.
Era una persona excepcional, docente por vocación. Estaba al
frente de un grado tan solo por su interés en hacerlo. Supe después que su
marido era alguien importante en Bunge & Born, lo que explica la
posibilidad del día que una vez por año pasábamos en el club de esta empresa,
donde comienza Vicente Lopez por el bajo -hoy Carrefour-, y justifica la
cantidad de viajes por el mundo que ella dio y yo pude recrear a través de
celuloides de 35mm enmarcados.
Allá por 1991, tuvo la suerte el capricho de llevarme a
conocer Japón, en un viaje de trabajo. Como parte de un contingente de
argentinos, en una amplia mayoría movidos por la necesidad de ganar un dinero
que parecía imposible aquí, y en mi caso no tanto por la necesidad como por el interés
-por el dinero y por la oportunidad- acometimos la empresa. Otra vez la
casualidad, combina a uno que por entonces ya era un ex novio de una de mis
hermanas, hijo de japoneses radicados en argentina después de la guerra, con
alguna frustración laboral y un ánimo inquieto, y nos deja en Mieken, cerca de
Suzuka, para trabajar en una fábrica que contradecía por todos lados los aires
de modernidad tecnológica que asociábamos con ese país.
La duración prevista de ese viaje era de un año, y al poco
tiempo comenzamos a fantasear algunos con el pronto regreso, otros con el
regreso a término con el dinero ahorrado (fuimos para allá a hacernos la América,
si se me permite la metáfora a pesar del error geográfico) y algunos, o por lo
menos yo, con la posibilidad de prolongar la estadía y recorrer el mundo con el
ahorro adicional o volver luego a Japón por más dinero o cualquier otra
combinación que cancele o postergue el regreso a Buenos Aires, que finalmente
hicimos con mi hermano y compañero de aventuras antes de cumplir un trimestre
en el archipiélago.
Recuerdo, en una de las tantas cartas que despachamos en
esos días en que la palabra mail no existía e internet era aun un proyecto militar
norteamericano, haber recordado por escrito un sueño que tuve, en el cual me
casaba en Checoeslovaquia.
En aquel momento, primeros años luego de la caída del muro
de Berlín, Europa del Este era aun una Europa preservada -sin querer pero
preservada- por el comunismo de la avanzada de occidente y/o de la modernidad
y/o de la globalización, eufemismos de la prepotencia cultural con que el
capitalismo (mal menos norteamericano de lo que se piensa) simplifica por medio
de la imposición y del marketing desde las maneras de vestirse, de comer y de
divertirse hasta las escalas de valores.
Cuando debimos finalizar nuestra estadía en Japón, en forma
precipitada, cierto grado de angustia nos hizo olvidar de aquel proyecto, que
era más mío que de mi hermano, y volvimos a Ezeiza con la necesaria escala en
Los Ángeles. Unos años después de aquel retorno, recordé a mi maestra. ¿Que sería
de ella?, ¿estaría viva?; supe por la guía telefónica que el teléfono del que
era su domicilio seguía estando a su nombre, por lo que era suficiente un mínimo
esfuerzo para confirmar si estaba, si vivía, si me recordaba, visitarla,
recordar juntos, darle las gracias. No sé porque, pero no hice el intento, y hoy
que han pasado cerca de 40 años de aquella infancia, vuelvo a recordar, con un
temor muy realista de que puede ser tarde para ese gesto, y vuelvo a decirme
casi como una recriminación a mi mismo ¿por qué no lo hiciste cuando lo
deseaste?.
Del mismo modo, pienso hoy en aquel lejano proyecto de conocer Europa, que el devenir de mi vida hace hoy más improbable, y que pude hacer cuando fui soltero y sin cargas de familia y tenía una espalda que podía descansar en un banco de plaza sin amanecer maltrecho y un estomago que no precisaba tantas caricias, y no busco hoy justificativos para no hacerlo hoy, sino que me digo a mi mismo una vez mas ¿aun no entendiste?, las cosas hay que hacerlas cuando hay que hacerlas, porque ni Europa es lo que era ni yo soy el que era, y el sueño del viaje que hoy decido que no hago no es ni siquiera parecido al recuerdo del sueño del viaje que no hice cuando lo tuve a tiro.
Para mas imposibles, Vaclav Havel asumió como presidente de
Checoeslovaquia y entrego el poder como presidente de la Republica Checa, así
que ya no están ni mi maestra ni mi sueño ni el país, y solo me queda el
recuerdo en forma de lección, y una frase de Yukio Mishima, escritor de esos
que no escriben por oficio sino por destino,
japonés –la casualidad parece ensañarse conmigo-, que encontré en el
mismo suplemento, extraída de su libro Lecciones espirituales para los jóvenes
samuráis, que me pego un cachetazo en la cara y me repiquetea en la cabeza desde
entonces: “apostar con prudencia no tiene sentido”.
Esta entrada tuya me invadió de nostalgia por lo que uno pudo haber hecho y no pudo, o no supo o vaya uno a saber qué...
ResponderEliminarPero me quiero referir a tu maestra. Buscala, si tenés ganas de verla buscala. Mi madre fue maestra por vocación, de esas que amaban el aula y sus alumnos eran como sus hijos. Hoy tiene 80 años y de vez en cuando aparece un alumno casi tan viejo como ella a darle un beso, un abrazo, recordar viejos tiempos, imaginate mi madre comenzó como maestra rural a los 18, algunos de sus alumnos eran adolescentes que empezaban la primaria. Ella con cada uno de esos encuentros es feliz como una niña. Buscala a tu maestra, quien te dice puedas darle un abrazo la señorita Radojka.
Saludos.
En esto la prudencia sería el "temor realista". Me dan ganas de decirte (y reafirmo al leerte que no hay que quedarse con las ganas) apostá a encontrarla, no sea cosa que en unos años te preguntes: "¿por qué no lo hiciste cuando lo deseaste?" o "¿aún no entendiste?, las cosas hay que hacerlas cuando hay que hacerlas", o sea, cuando se siente el deseo de hacerlas. Se siente tu deseo de ese abrazo agradecido. Si ella ya no está, intentarlo será un abrazo a su recuerdo.
ResponderEliminarAh, olvidaba, he notado que falta el botón ME GUSTA abajo de cada texto.